martes, 20 de marzo de 2012

Eternamente en paz.






Si hay algo hacia lo que siento una irrefrenable tendencia es a la afición por, mochila al hombro, rodar por las calles de cualquiera de las ciudades que hasta el momento les han tocado en suerte a mi existencia y perderme con la sensación de que lo más importante que tengo que hacer es nada. Mirar, observar cómo cada cual, cada uno de los ciudadanos que coinciden en mi paseo, dirige sus pasos e investigar en las miradas lo que éstas estarán pensando. Inventar el inmediato pasado de los seres con los que me cruzo y suponerles un inminente futuro cargado de sentimientos novelescos. Es tanto lo que se descubre al suponer que las palabras de un inevitable monólogo interior se van ordenando, como si de un rompecabezas que se propusiese darle sentido a la realidad se tratara, para acabar formando, con el debido respeto que unas a otras se ofrecen, una frase con la que resumir que por más que a uno le pese lloran las aceras y piden limosna los tejados.

Esa es la sensación que, en la travesia de Pages del Corro, me ha acechado esta tarde al ser testigo del susurro de una mujer cuya cara plagada de arrugas lo decia todo entonando una cancioncilla triste y desesperada que le ha puesto los pelos de punta a los remangados bajos de mi pantalón. El impacto del encuentro se me incrusta en las sienes aclarándole a este pobre diablo que llevo dentro que bien puede ser ese el final de cualquiera de nosotros. La debilidad, la de todo aquel que tenga los pies puestos sobre el kiosko, es tal que ni el más pintado se salva a pesar de que la fanfarronería nos llene la boca de suspiros y mojigangas, de idioteces, gazmoñerias y expresiones propias de lo poco cultivado que anda el estilo de ponerse en la piel de los otros, de los demás.

Luego contemplo a mi alrededor. Semáforos, coches, farolas, aguas corrientes y luces a deshoras. Garitos, farmacias, supermercados, abundancia. Sirenas, manchas de aceite, zapaterías, escaparates, riqueza por doquier. Quién da más. Vengan, acérquense que esa mujer sin nombre les dirá lo que tienen y no tienen que hacer para no sentirse solos y desalmados. Ella les contará la fórmula secreta que no tuvo el valor de poner en práctica; ella les expondrá que con el mero hecho de haber pasado por los aros del circo de esta merienda de negros otro gallo le cantaría, pero sin la seguridad de sentirse convencida de descansar eternamente en paz.

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