sábado, 24 de marzo de 2012

La vida oculta.




Para lectores del tipo que yo me considero, necesitados con frecuencia de muletas para guiar nuestros pasos sobre los párrafos, siempre resulta reconfortante la caída en sus manos de un libro a cerca de los pormenores y vericuetos de la literatura desde el punto de vista del escritor. No sé si a esto se le puede llamar metaliteratura, término que utilizo con la cautela propia del inexperto que no desea dar un patinazo, pero lo que si tengo claro, una vez terminada la lectura de La vida oculta, de Soledad Puértolas, es de que a esto se le puede llamar bello manual de iniciación y motivación para que el leyente encuentre las suficientes semillas con las que sembrar los campos de la imaginación de su tiempo libre con el inigualable placer de las excplicaciones bien dadas sobre los mundos que se encierran en los caminos de la creación y la intensidad de las sensaciones del creador.

En dicha obra se ofrece un repaso, en forma de ensayo, de los suburbios de la crítica, el método, la intuición, la modestia, la experiencia de escribir para vivir y viceversa, los referentes de la autora, las fuentes de su inspiración, los lugares de sus relatos y la soledad con la que se lleva a cabo el oficio de las letras. Se trata de una recreación, de principio a fín, de todo cuanto uno se pregunta cada vez que, con las dificultades propias del aficionado que sencillamente aspira a ser entendido mediante el desahogo que le supone la mínima dedicación, trata de disfrazarse de poeta e imaginar la consistencia de una vida dedicada al asunto. Desde luego que con obras como ésta a uno se le abren los pulmones, la mente y el grifo de la energía para no decaer en el intento y valorar profundamente la importancia del entretenimiento en el que se sume cada vez que necesita de algo que sólo lo aporta el retiro acompañado del pensamiento más profundo.

Me entenderán quienes sienten la sensación de no querer que se acabe el libro que tienen entre las manos o que, a mitad de camino, piensan que es una pena que sea tan corto, o que, una vez cerrado el ejemplar por la última de sus páginas, siente profundas ganas de investigar  a cerca de la segunda parte de la obra, a pesar de saberlo imposible, y hacer de ello el objeto del deseo de ese instante. Nunca pude imaginar que conocería a la señora puértolas gracias a Paco, el librero de la acera de la Gran Plaza sevillana, cosa que ha hecho más emotivo el encuentro, y desde luego que me ha llevado a pensar más intensamente sobre el destino de las cosas y el desprecio al que sometemos a muchas obras de arte por la sencilla razón de nuestro desconocido desconocimiento.



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