lunes, 21 de mayo de 2012

Sobre críticos e inspectores.








Resulta curioso ver como se transforma el ambiente interno de un restaurante cuando se avecina la visita de un crítico gastronómico o la de un, como a algunos les gusta ser llamados, periodista con ganas de informar y sin la creencia de tener la verdad absoluta en su mano; caso este último que admiro y agradezco teniendo en cuenta el hambre y la ignorancia que impera en el mundo, ya que tras ese matiz aparece una inmensa carga de humildad y de respeto el pan de los que se baten el cobre en este oficio. No digamos si a quien estamos esperando es a un inspector de sea la guía que sea. Parece que cunde el pánico. Le vamos a poner no sé qué. Que no se nos olvide no sé cuánto. Mira que lo estoy diciendo. Al final verás tú, y tanto va el cántaro a la fuente que al final… acabamos siendo la más distinta imagen de lo que realmente somos y por la que resultamos atractivos a una mayoría que se encarga de pagar las facturas, por ejemplo.
Suena el teléfono, al otro lado del hilo se encuentra un compañero de fatigas que tiene el detalle de anunciarte el acontecimiento que la pasada noche tuvo lugar en su restaurante. Anota, Se trata de un hombre moreno, con algunas canas, aspecto de unos cuarenta y tantos, dice llamarse Jorge pero su nombre es Alfredo, lo comprobé en su tarjeta de crédito. Va acompañado de un maletín de cuero marrón y luce gafas Ray ban diseño f20 con aumento, zapatos de cocodrilo sin cordones, anillo de casado, lunar en el pulgar de su mano izquierda, peluco Tagheuver modelo Mónaco. No toma notas pero presta mucha atención, hace preguntas sobre el entorno y la historia de la casa, le realiza dos inspecciones, como mínimo, al cuarto de baño, una antes de ocupar su lugar en la sala y otra en mitad del servicio o casi al final del mismo. Tantea al jefe de sala a la hora de las recomendaciones y pone a prueba al sumiller con lo del maridaje para acabar bebiendo lo que tenía pensado.
Ni el mismísimo Artur Conan Doyle hubiera puesto en boca de su mítico detective tanta información de un plumazo. Cuelgas el auricular después de un efusivo agradecimiento y piensas que ese señor ha elegido un buen sitio para venir a cenar si se presenta por aquí. Efectivamente, el siguiente ring ring es la voz de su reserva. Se lo comentas a la tropa y la cagaste Burt Lancaster. Comienza a sentirse un velo de intriga en la atmósfera. ¿Nos darán otra medalla? Tres le daría yo a los clientes.
Se me pasan por la cabeza África entera, todo el cono sur y las inhumanas intervenciones que se están produciendo en oriente próximo, el paupérrimo índice de alfabetización del planeta y el injusto reparto de la riqueza en los bolsillos de unos pocos que se han encargado de llevarnos a donde estamos. Luego me da pena de mi mismo por sentirme afectado por lo que pueda o no pasar esta noche.

lunes, 14 de mayo de 2012

El jefe.








El jefe es aquel a quien siempre hay que tener contento. A quien hay que hacerle caso y escuchar cada vez que habla. Con él siempre resulta una obligación sin esfuerzo el diálogo y el calor de un apretón de manos. Su presencia nos enriquece. Sus consejos y puntos de vista nos hacen crecer. Cada vez que el jefe entra por la puerta todo deben ser mimos y cuidados, atenciones y detalles, preguntas en busca de datos que nos aporten el camino a seguir para contribuir a la consecución de un pedacito de su felicidad, para que, aunque no viva en el restaurante, se sienta como en casa o mejor si es posible. El jefe sí que sabe lo que quiere y nos enseña a dejar buen sabor de boca, a actuar con la debida prudencia y con la chispa de un consentido descaro cargado de ironía llegado el caso, si se tercia la ocasión y el tiempo lo permite. Ante sus peticiones ha de destacar el afán y el empeño, la manera de ver como darle el gusto de tener lo que pide, como mínimo intentarlo. Merece la pena el propósito. Nunca se olvida de darnos la justa recompensa. En ocasiones, muy frecuentemente, nos otorga más de lo acordado y nos gratifica sobresalientemente porque le sale del alma y porque quiere, porque le apetece, porque piensa que nos lo merecemos. A veces este premio nos llega en forma de parné y otras una sonrisa vale más que todo el oro del mundo.

A mí, particularmente, me encanta verle la cara a mi jefe. Estoy encantado con él. Unas veces habla más que otras, pero siempre me enseña algo. Y agradecido es un rato largo. Y permisivo ni les cuento. La de veces que ha soportado injustificados retrasos y equivocaciones que no tienen explicación. Hasta frío y calor ha llegado a sobrellevar con toda naturalidad. Inclusive que no se le llame por su nombre, créanlo, a pesar de que él no siempre se acuerde del nuestro, cosa comprensible y que carece de la mayor importancia teniendo en cuenta que su simple comparecencia es sinónimo de que nos recuerda con agrado.

Llegado este punto, ustedes comprenderán que un solo jefe se volvería loco para barajar semejante tinglado. Por ello son necesarios varios jefes. Cuantos más mejor. Muchos. Decenas, cientos. De esta manera nos encontramos, por un lado, con los de siempre, algunos de los cuales son como de la familia, y por otro con los nuevos patrones. Con estos últimos se goza mucho enseñándoles el barco que nadie mejor que ellos sabrá cómo mantener a flote, con la ayuda de los más veteranos entre los que, y no les exagero, los hay que se merecen un templo o una estatua por estar siempre tan encima de nosotros. Por pagarnos religiosamente cada primero de mes y desearnos que tengamos unas felices vacaciones, por hacer que sea posible que cada día luzcan las bombillas y el teléfono continúe sonando. Por ofrecernos la posibilidad de ejercer y corregir nuestros fallos, por no escatimar en el buen estado de las instalaciones, por llenar el libro de reservas de nombres y apellidos, de números de teléfono y horas de llegada, por adaptarse tantas veces y con tanta tolerancia y cordialidad a las circunstancias de otros jefes que llegaron primero. Hoy por ti, mañana por mí, se dice un jefe a otro, y todos tan contentos, y nosotros quitándonos el sombrero ante el derroche de generosidad y comprensión que nos muestran como ejemplo. Porque sin ellos nada de esto existiría, ni tan siquiera estas líneas, ni ninguno de los millones de letreros que muestran la entrada de una casa de comidas. Por que el jefe y mi jefe, y el jefe de mi jefe, queridos lectores, es el cliente.


jueves, 10 de mayo de 2012

Palos con gusto.







De sobra es conocido que pasamos, aproximadamente, un tercio de nuestras vidas durmiendo, otro tanto comprando, leyendo, comiendo, riendo, llorando y así sucesivamente una letanía de gerundios basados en la vida cotidiana, y el tercio restante, según los cálculos trabaja ja ja jando. Con razón dicen que existen mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Y verbos feos también los jay.
En cierta manera palos con gusto no duelen. De hecho uno de los peligros que corremos, una vez que estamos enfrascados hasta las cejas de oficio, es no saber qué hacer cuando no estamos en activo, o desear no parar cuando todo va sobre ruedas, como queriendo que no se acabe la noche; cosa que no entendieron ni las mujeres que se quedaron por el camino, ni gran parte de la familia, ni los amigos, ni nadie.

Pero por mucho que nos guste y que se nos llene la boca de que nos encanta lo que hacemos, en ocasiones no tenemos más remedio que pecar con el pensamiento. Pongamos que en ese momento en el que, pasada la media noche hace ya un par de horas, se nos solicitan unos combinados; otra rondita que aquí se está muy a gusto y esta gente no querrá irse ; instantes en los que, mientras te encuentras en el office preparando los golpes, le comentas al compañero de turno: “esto en Francia no pasa” y te atraviesan la cabeza las páginas que ahora podrías estar leyendo, o la copita que bien podrías estar disfrutando en buena compañía, o la peli que te lleva esperando tantas semanas o la cantidad de cosas que no te dará tiempo a hacer en tu día libre, todo ello bien merecido y ganado.


 Pero esto es hostelería, ya se sabe, uno de los oficios dados a tener sentimiento de culpabilidad por cualquier tontería. Y lo de Francia es un decir muy habitual entre nosotros cuando nos referimos a la manera de entender la recepción de un determinado servicio en relación con otros factores encaminados a dignificar, c´est a dire a poner en igualdad de condiciones, en la medida de lo posible y sin pedir un imperio, nuestro gremio con respecto a cualquier otro. Sin llegar a la categoría de bocazas porque creo que es muy sencillo entenderlo y pidiendo que nadie pretenda sacar de contexto lo que trato de explicar; sencillamente aclarando que por razones estrictamente culturales se nos da muy bien ponernos en la piel de los demás pero a toro pasado, o solo cuando nos interesa; en esas típicas conversaciones con las que nos damos la razón como cuando hablamos del tiempo, y el que venga detrás que arreé, que me quiten lo baila´o y ande yo caliente ríase la gente.

No me gusta el verbo trabajar desde que tuve la suerte de asistir a un seminario impartido por Domenec Biosca. En realidad no se puede llamar así a lo que hacemos, se trata más bien de una forma de existir, un modus vivendi con el que exprimirle el zumo a las naranjas del presente; un muy particular beatus ille del esfuerzo en el que además del reparto de felicidad, del que los primeros beneficiados somos nosotros por el mero hecho de ejercerlo, son muchos más los ingredientes con los que se alimenta el profesional a base de experiencias, de inolvidables momentos y motivos para sentirse orgulloso; solo que a veces se siente uno solo y desamparado como un títere que pasa, en una misma actuación, del apabullante aplauso a la total indiferencia. Ya he dicho que palos con gusto no duelen, pero atinando al dar el golpe.

lunes, 7 de mayo de 2012

Garrafón.









Todo ser humano que guste de los placeres del trago largo y de la contemplación de la transparencia de los cubitos de hielo, y no de ese tipo de trozos de agua dura despachados a todo tren con manos recién venidas de vete tú a saber dónde, entenderá que no es de recibo ni resulta agradable que a uno lo tomen por lelo a base de puyazos de destilados de dudosa elaboración y procedencia a cinco chavos de media el golpe. Bueno está lo bueno siempre y cuando no sea matarratas lo que le endilguen al recipiente que pretende soldarse a mis labios.

La falta de respeto al esfuerzo que ejerce la ciudadanía para poder llenar sus vasos y brindar por lo que le salga del alma es tremenda, y el agravio contra la salud pública una más de las muestras de ausencia de consideración que nos vamos teniendo, por desgracia, cada vez con más frecuencia los habitantes de este planeta. Y todo por culpa de la pela y si te he visto no me acuerdo; porque en lo que al mollate se refiere, queridos lectores, la persecución contra el comercio de baratijas con bouquet de lejía anda en la cuerda floja, y el cazo bien puesto por parte de algunos a costa de las resacas de los currelas que frecuentan los bares; y a un servidor, que le encanta regarse las vísceras con ginebra y extracto de quinina, en compañía de sus compadres, le dan ganas de escribir lo que leen después de haber echado las tripas, a la mañana siguiente a una serie de libaciones, momento en el que piensa qué habré hecho yo para merecer esto, y rondar el juramento de no volver a catarlo jamás.

Con lo rico que está un buen cacharro, madre de dios, y el poco corazón que se le pone al asunto. Te la juegas a cara o cruz, a la ruleta rusa del contenido de las botellas. En ocasiones arrimas el morro con el miedo soplándote en la nuca y un angelito en el hombro diciéndote al oído – chaval, ten cuidado con lo que te metes – y efectivamente, tenía razón el de las dos alas
Uno de los aspectos que más preocupa del asunto es la facilidad con la que se pueden encontrar marcas de alto consumo a muy buen precio; es decir, exactas falsificaciones en lo que al formato se refiere y auténticas bazofias que acaban siendo ingeridas con el consecuente daño hacia el consumidor, hacia los que salen con menos dinero del que entraron en el establecimiento que les ofrece la posibilidad de disfrutar de una resaca de padre y muy señor mío por el mismo precio; un todo incluido con parada en las hermosas vistas del acantilado del cuarto de baño y los vuelos circulares del techo de la alcoba.
A este paso dan ganas de echarse una petaca al bolsillo, y que me llamen ordinario los aires del oficio; pero ya les digo, queridos lectores, corren malos tiempos para los buenos bebedores.

viernes, 4 de mayo de 2012

Amor se llama el juego.





Desde que sentí ganas de parecerme a mi primer maestro llevo un gusano dentro que, afortunadamente, no consigo liquidar. Es lo que me da de comer, y no me refiero a que se trate del oficio mediante el que me gano la vida sino a que es lo que me sustenta en el más estricto significado de la expresión. Eso y el aire que respiro se encargan de mantenerme en pie. Cómo se puede explicar que con el remolque cargado de trasnoches del que tira mi curriculum uno se encuentre todavía con tan buena cara, a pesar de las ojeras que siempre aportan su poesía. Con amor. Si no ya me dirán ustedes de qué. ¿De callos, rozaduras de zapatos, lumbago, mala salud de hierro y paciencia erosionada? Que va, ahí no queda la cosa, lo que yo les diga. Apego a lo que uno hace. Sencillamente se trata de adoración por el escenario. Ya me hubiera gustado a mí ser un artista de verdad, de esos que viven de lo que pintan o esculpen, de lo que cantan o interpretan, de lo que diseñan o escriben. Pero como dijo el bueno de Borges no se puede ser todo lo que a uno le hubiera gustado ser y hay que vivir del cuento que finalmente fue elegido, que en el caso que me ocupa y que ocupa a muchos de ustedes no está nada mal.

El contacto con personas educadas, irónicas, sibaritas, campechanas, modestas, sabias e inteligentes es una universidad. De ella recibimos lecciones diarias que nos ayudan a sobrevivir. Sin salir del restaurante se está tan expuesto a la ilustración y el conocimiento como lo está el labrador contemplando la ciencia de las nubes sin necesidad de meteosat. Y entre ese cúmulo de profesores se acaban teniendo predilectos a los que se les tiene un afecto y consideración especiales. Instructores de primera clase, pedagogos entre sorbos de ternura y bocados de afición. Ellos son los culpables de que estés enganchado a la droga de la escena. Gente agradecida por la que merece la pena la vocación, y repito, el amor.

Cuando en mitad de un directo algún compañero me dice – ya te has enamorado -, no exagera. Quedo ciego por unos instantes algunos de los cuales se asemejan al síndrome Sthendal. Me sucede con frecuencia. Es uno de los síntomas de la pasión, de vivir con intensidad lo que se está cociendo, de extraerle el zumo y la esencia a las sensaciones que pululan en el aire de la sala. Pasear por el comedor recibiendo saludables vibraciones en forma de sonrisa le parte el corazón al más pintado.

En estas cuatro paredes ganamos todos. Los que gozan sentados y los que nos contentamos de pie. Al fin y al cabo es como lo que equilibra la balanza, lo que estas deseando que suceda. Esto que les cuento y que parece tener tanto de onírico es una de las más gratas recompensas con las que la existencia nos agradece nuestro esfuerzo. Son como poemas con los que contribuir a que reine la paz en el mundo en forma de inolvidables momentos.