viernes, 4 de mayo de 2012

Amor se llama el juego.





Desde que sentí ganas de parecerme a mi primer maestro llevo un gusano dentro que, afortunadamente, no consigo liquidar. Es lo que me da de comer, y no me refiero a que se trate del oficio mediante el que me gano la vida sino a que es lo que me sustenta en el más estricto significado de la expresión. Eso y el aire que respiro se encargan de mantenerme en pie. Cómo se puede explicar que con el remolque cargado de trasnoches del que tira mi curriculum uno se encuentre todavía con tan buena cara, a pesar de las ojeras que siempre aportan su poesía. Con amor. Si no ya me dirán ustedes de qué. ¿De callos, rozaduras de zapatos, lumbago, mala salud de hierro y paciencia erosionada? Que va, ahí no queda la cosa, lo que yo les diga. Apego a lo que uno hace. Sencillamente se trata de adoración por el escenario. Ya me hubiera gustado a mí ser un artista de verdad, de esos que viven de lo que pintan o esculpen, de lo que cantan o interpretan, de lo que diseñan o escriben. Pero como dijo el bueno de Borges no se puede ser todo lo que a uno le hubiera gustado ser y hay que vivir del cuento que finalmente fue elegido, que en el caso que me ocupa y que ocupa a muchos de ustedes no está nada mal.

El contacto con personas educadas, irónicas, sibaritas, campechanas, modestas, sabias e inteligentes es una universidad. De ella recibimos lecciones diarias que nos ayudan a sobrevivir. Sin salir del restaurante se está tan expuesto a la ilustración y el conocimiento como lo está el labrador contemplando la ciencia de las nubes sin necesidad de meteosat. Y entre ese cúmulo de profesores se acaban teniendo predilectos a los que se les tiene un afecto y consideración especiales. Instructores de primera clase, pedagogos entre sorbos de ternura y bocados de afición. Ellos son los culpables de que estés enganchado a la droga de la escena. Gente agradecida por la que merece la pena la vocación, y repito, el amor.

Cuando en mitad de un directo algún compañero me dice – ya te has enamorado -, no exagera. Quedo ciego por unos instantes algunos de los cuales se asemejan al síndrome Sthendal. Me sucede con frecuencia. Es uno de los síntomas de la pasión, de vivir con intensidad lo que se está cociendo, de extraerle el zumo y la esencia a las sensaciones que pululan en el aire de la sala. Pasear por el comedor recibiendo saludables vibraciones en forma de sonrisa le parte el corazón al más pintado.

En estas cuatro paredes ganamos todos. Los que gozan sentados y los que nos contentamos de pie. Al fin y al cabo es como lo que equilibra la balanza, lo que estas deseando que suceda. Esto que les cuento y que parece tener tanto de onírico es una de las más gratas recompensas con las que la existencia nos agradece nuestro esfuerzo. Son como poemas con los que contribuir a que reine la paz en el mundo en forma de inolvidables momentos.


2 comentarios:

  1. Querido Clochard,aunque he tenido el placer de verte en acción,creo que no fué tú mejor representacción.Me encantaría,pagaría por ser testigo de uno de esos enamoramientos que cuentas.Siempre es bonito ver a personas que disfrutan ejerciendo su profesión.Un abrazo fuerte!!

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    1. Amoristad, no estuvo nada mal e incluso llegué a disfrutar de lo lindo, a pesar de los celos. No sé cual habrá sido mi mejor representación pero en Cantabria hice mucho el amor, pero que mucho.

      Mil besos.

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