domingo, 29 de julio de 2012

El poder del dinero.







Si me paro a pensar en las ocasiones en las que he mantenido alguna conversación en torno al dinero puedo sacar varias conclusiones. Existen diferentes puntos de vista, mas o menos materialistas; no todo el mundo le da la misma importancia, a pesar de que desgraciadamente es necesario, sin él no podemos vivir, o sobrevivir, hasta el punto de que hemos caído en el hoyo de condicionar nuestra libertad supeditando el poco o mucho tiempo libre del que dispongamos a la cuantía de nuestros ahorros, y coartando algunos otros aspectos de la vida diaria en función de la cantidad de parné que dispongamos. Cuando la charla es entre colegas, entre trabajadores, no es de extrañar que aparezcan las ansias de quienes cuentan lo que harían si fuesen los agraciados del premio gordo de una lotería. Prevalecen en esos planes los excesos, la acumulación de propiedades y el desquite cual lobos feroces que no saben que por ese camino acabarían convirtiéndose en todo lo contrario de lo que significa su humilde condición de proletarios; cosa que preocupa porque parece como si a lo que aspirase el jornalero fuera a ser uno mas de todos esos a los que
tanto se critica y que representan una viva imagen de la desigualdad existente, uno de esos a los que hay que mirar desde abajo; y ese trasfondo de posible metamorfosis en lo opuesto a la naturaleza evidencia que algo no funciona, que la capacidad de reflexión ha sido atrofiada por la capacidad de seducción de la ostentosidad.

 Las quinielas y las apuestas de la Primitiva giran como satélites irrumpiendo de manera implacable en la mente de los obreros, hartos de subirse a un andamio y de que las impiedades del sol les castiguen a lo largo del verano, o de ir a trabajar en invierno con tres prendas, una encima de la otra como si de una cebolla se trataran sus cuerpos, para ahuyentar las calamidades de la humedad y de las bajas temperaturas, para sustentar la olla y mantener mínimamente el aspecto de salud del interior de sus neveras. Sufrimos tanto y tan a menudo, sin posibilidad de quejarnos por miedo a que nos pongan de patitas en la calle, que la válvula de escape suele ser la de la abundancia de billetes para mandar muy lejos parte de lo que nos rodea, que es mucho teniendo en cuenta la cantidad de horas que le dedicamos al esfuerzo de nuestras mal remuneradas dedicaciones, sin ser plenamente conscientes de lo que realmente importa, hasta el extremo de que se han dado casos de personas, de ciudadanos y vecinos, que han desaparecido de la faz de la tierra a partir del momento en el que se han enterado de la inesperada noticia de su multimillonaria condición; como si todo lo vivido con antelación no se mereciera ningún respeto ni recuerdo ni nostalgia, como si hubiera llegado por fin la ocasión de vivir de verdad cerrando de una vez por todas la puerta de la oscuridad de todos los años de pesadilla y rutina que no se valía por sí sola y necesitaba parecerse lo mas posible a lo visto en televisión y en las sensacionalistas revistas que pueblan las peluquerías.

 Decía Ortega y Gasset que una de las bases de la riqueza del hombre es saber vivir, y creo que se refería a la utilidad de la conciencia en las facultades mentales y la salud en general, disponiendo de lo mínimo, sin subordinar lo lúdico a lo estrictamente material;  y bien visto, a pesar de la cantidad de injusticias que asolan a cada minuto los noticiarios y se encargan de que las diferencias vayan siendo cada vez más grandes entre los que comen y los que no, entre los que saben leer, aunque solo lo hagan con esas revistas de putrefacta inteligencia, y los que ni siquiera van a la escuela, entre los que tenemos techo y los que con suerte duermen debajo de un puente, o en un banco del parque, amaneciendo con síntomas de hipotermia próximos a la expiración, si nos paramos a pensar en la enormidad de la riqueza de la que disponemos con el mero hecho de estar vivos y poder, comer, vestir, calzar, dormir, leer, hablar, soñar y respirar para contarlo, de no pertenecer a esos millones de personas a los que les acecha la auténtica pobreza, no la nuestra que es espiritual, sino la de verdad, la que no se explica que habrá hecho para merecer esto, repararíamos en la cantidad de cosas que se pueden hacer y lo poco necesario que resulta perder el sueño por que los números extraídos de un bombo coincidan con los del boleto que llevamos en el bolsillo y lo a gusto que se está sin ser uno de esos avaros de recalcitrante y deplorable egoísmo. Por eso detesto el poder del dinero, la corrupción del alma que su uso lleva implícita y el derroche de falta de sensibilidad y sentido común al que se está llegando. ¿Cuántos pobres hacen falta para sustentar los caprichos de un solo rico? 

2 comentarios:

  1. Esto se arregla con una buena filosofía de vida: ser feliz en cada momento, vivirlo no como si pudiera ser el único, sino porque es el único. Minuto que pasa es minuto que no vuelve.
    Yo tengo la suerte de que disfruto con absolutamente todo lo que hago, cueste o no dinero. Entiendo que es necesario para vivir pero no es imprescindible para disfrutar de la vida.

    Un besazo.

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  2. Estamos de acuerdo. No es más rico el que más tiene sino el que menos necesita; y algo importantísimo es ser consciente de la fortuna que supone el mero hecho de estar vivos y sanos. Salud para disfrutarlo, Curu.

    Un beso.

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