viernes, 20 de julio de 2012

El suelo que pisamos.






Nunca sabe uno cuales habrán sido los sucesos más importantes que hayan tenido lugar en las viviendas por las que ha ido pasando en su deambular por el mundo. Antes de que mis huesos habitasen cualquiera de los apartamentos en los que durante una temporada reposó mi cuerpo sobre una cama y mis antebrazos adoptaron la postura más cómoda para instalarse en el confort de la lectura, hubo otras personas que llevaron a cabo sus actos más cotidianos en el mismo lugar en el que, por ejemplo, ahora mismo me encuentro; comer, dormir, entablar una conversación telefónica, llenar y vaciar la lavadora, conectar el microondas o preparar el café, fregar los platos y hacerle una lazada a la bolsa de la basura, mirarse en el espejo del baño para reconocerse después de una descomunal resaca y caminar por unas habitaciones compartidas por el pasado y el futuro de todos cuantos hayan transitado por aquí o vayan a hacerlo. Existe una primera sensación en el momento en el que un agente comercial o un propietario nos muestra, con un discurso en el que todo son ventajas, la casa o piso que trata de alquilarnos; y a esa sensación, en función de las posibilidades, unas veces se le hace más caso que otras, pero existe y parece como que por un instante las paredes nos hablaran y nos resumieran parte de lo acontecido con anterioridad; sobre todo las paredes, las esquinas de los techos y los filos de las puertas de madera, zonas en las que son palpables las emociones, en las que se nos declara un tiempo anterior limpio y esperanzador dándonos cuenta de la inspiración que allí se encontró y será encontrada o, en cambio, se nos transmite algo negro y empapado como por una niebla de turbio pasado que nos induce a pensar que el resquemor de la mala conciencia y la mezquindad del pensamiento han podido compartir estancia con los antiguos inquilinos.

Son muchas las cábalas que nuestra imaginación puede hacerse al respecto. Del mismo modo nos podemos llegar a imaginar que algún día nos gustaría pasear por las inmediaciones de cada uno de los hogares en los que anduvimos refugiados, como en un viaje en el que se escribieran unas memorias basadas en el recordado aspecto de sus fachadas en sintonía con el que ahora ostentan, firmando los itinerantes capítulos de parte de nuestra historia personal. Depende de cual de ellos se trate nos podría llegar a dar miedo o mucho respeto una visita a sus interiores, en los que un día dejamos parte de nuestra tristeza o más rebosante alegría, y no seríamos capaces, con tal de no ver desbrozado el dulce preterito con imágenes que no se nos hubiesen pasado jamás por la cabeza, de poner un pie en el interior ya que nos resistimos a abandonar el memorable recuerdo en el que para siempre quedaron en nuestra mente irrepetibles fotogramas de nuestra existencia. Eso suele pasar con los lugares de la infancia, con las primeras casas familiares, con las primeras aulas del colegio o parcelas de un campo cuya alusión nos evoca un bosque animado por el más gratificante de los sueños. Cuestión de sensibilidad.

Pero a lo que dudo que pueda resistir el corazón y el ánimo de cualquier vecino es a que le digan que en el interior del armario empotrado de su dormitorio, en el que ahora se encuentra ordenada y bien planchada su ropa, hace diecisiete años estuvo encerrado un ser humano de carne y hueso a consecuencia de la manera de comunicarse de unos cuantos vándalos que mostraron su inconformismo llevando a cabo el secuestro de Publio Cordón. Atado con cadenas sufrió la inquina y la humillación durante más de dos semanas en ese habitáculo de tan reducidas dimensiones, sufriendo la metralla de la extorsión y la tortura, en la oscuridad de las tinieblas de un apartamento de Lyon del que hoy sabemos ser la sede de semejante atrocidad. Han hecho falta más de tres lustros para que sean averiguados los pormenores de aquel suceso, para que sean identificados los energúmenos que con su hazaña le brindaron tan brillante ejemplo a la ciudadanía en una época en la que ya parecía que habíamos conseguido algo, si: ser más cafres y cobardes. Hoy, tal vez la familia que habita ese apartamento de Lyon ha podido dar respuesta a alguna de las voces que eran escuchadas y a las que siempre se les ponía la escusa del roce del viento en la barandilla del balcón; hoy más que nunca me he parado a pensar en lo poco que sabemos del suelo que pisamos y en la cantidad de peripecias habidas y por haber en cualquiera de las esquinas en las que se sellaron los más apasionados besos de nuestra adoslescencia tras los que posiblemente vinieran a hacer una visita los fantasmas de la muerte.

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