lunes, 27 de agosto de 2012

La página en blanco.






El reto de la página en blanco es una constante. El aficionado a dejar escurrir la punta de su lápiz o bolígrafo sobre el papel suele recurrir a diferentes provocaciones tales como inventarse las escusas con las que cada día sembrar de tinta o carbón la superficie que se encuentra como en la parada del autobús deseando montarse en alguna noticia, por vulgar que ésta sea, seamos sinceros, y a la que se le rinde el mismo respeto que a un cercano miembro de la familia. Acaba el devoto de la expresión escrita en una especie de encierro del que quisiera salir indemne cada día con el respaldo de una satisfacción en forma de consuelo. Con a penas un par de folios se puede curar la impaciencia, la dolencia, el resquemor de tener algo que contar, aunque después se cierren las tapas de un conjunto de papeles con anillas y se adivine en su futuro uno de los huecos de un armario. Si tal es el caso uno puede recurrir a colocar un blog abierto, por una de sus impolutas y vŕgenes todavía hojas, a la espera sobre la mesa en la que toma el desayuno cada mañana, para iniciar en ella el camino, el reguero de ocurrencias, anécdotas, cosas que no pueden ser olvidadas, proyectos de cuentos, bocetos de entradas, listas de la compra, rimas, canciones, despedidas en forma de verso, preocupaciones o detalles que no puedan permitirse el lujo de abandonarse al olvido de los sueños. Puede que ese cuaderno que aguanta la calma de la desnutrición de su superficie sea un diario; buena forma, por cierto, de invocar las ideas y de dejar caer sin contemplaciones todo lo que se nos pasa por la cabeza.

Pero si uno se pone a escribir un diario se le pasan muchas cosas por la cabeza y corre el riesgo de abandonarse al tedio de la parte chunga; ya que las íntimas confesiones suelen forma parte de los secretos de la soledad del escritorio en el cuarto de estudio. Entonces se pueden llegar a necesitar más cuadernos, cada uno de ellos para una cosa, para un tema o para un estilo; para poner en orden en forma de vivencias con sentido cronológico todo lo que vaya formando parte de lo que ha sido reflejado en ese ir y venir entre las olas del pensamiento que dispara y no cesa. Pero hay que canalizar. Hay que ponerle freno, corregir, distanciar, mesurar, recapacitar y dar con la clave de una posible trama que interese tanto o mas que la fidelidad a esa serie de acontecimientos con los que esperamos que una tarde se desate la cuerda que oprime a un montón de imágenes y símbolos. y así, como la adicción a los cigarrillos, suceden las cosas que pasan del tintero al mapamundi de la cuartilla o el Din A4, tanto da; el caso es tener donde hacerlo, porque una vez picado por el insecto, una vez envenenado hasta los huesos no se le pueden conceder demasiadas licencias al arte de la divagación silenciosa y enterrada en los interiores de esa cueva que lleva a cuestas el pensamiento caminado. No hay nada más bonito ni que tenga tanto riesgo de ser perdido como pararse a plasmar algo en la servilleta de un bar.

Por eso cuando cae en mis manos algún diario propiamente literario, alguna de esas obras en las que pasan los días y los meses aglutinando el argumento de una vida, sin desmerecer el de todos cuantos se sienten atraídos por este hábito, pienso en lo superflua de mi dedicación en el mismo aspecto, porque se trata de un dejarse llevar, el mío, que roza el desfiladero de la escritura automática, muy al contrario de lo interesante que resulta el examen de este género con el que la complicidad con el autor se genera desde la primera línea. Recuerdo la lectura de La Tregua, de Mario Benedetti, con el acercamiento propio de un tiempo común, en comunicación, comprensión y empatía con esa etapa de confusión de las proximidades de la jubilación y sus añadidos familiares, teniendo yo la mitad de edad que el protagonista; o Diario de un jubilado, o Diario de un cazador, ambos de Miguel Delibes, en los que el mano a mano con lo cotidiano, con lo sencillamente relevante para la gente del pueblo, acomete abrazando ideas de unidad sentimental y pedagógica. En Días de diario, de Muñoz Molina, paso a paso se va dando testimonio del parto de una nueva novela, El viento de la luna, durante esos días entre cuyos quehaceres se encuentran otras muchas cosas, amen de las reflexiones que el autor considera resaltables; y, si ya de por sí es una pluma con el que la complicidad se consigue facilmente, en este caso el acercamiento es de charla de antes de ir a dormir o de conversación de sobremesa. Ana Frank, en su Diario, realiza un despliegue de iniciativa lingüística y sinceridad narrativa que sorprende venida de la mano de una niña de doce o trece años en aquellos tiempos en los que los judíos eran la peste a exterminar de la faz de una Europa sobre la que las esvásticas y los Duques se forjaban como insignias dignas de respeto y conmemoración.

 Y así, a lo largo de la historia, encontramos el mundo de la literatura lleno de este tipo de testimonios que atestiguan la necesidad del hombre de comunicarse con él mismo mediante la palabra escrita, o al menos de hacer uso de la reconfortante tarea que supone dedicarle unos minutos a esta operación verbal de monólogo interior cincelado sobre la llanura de un papel. Una de las más bellas maneras de enfrentarse a la página en blanco, al mítico reto que una vez desenmascarado y bien acompañado de sinceridad puede contarnos mucho, lo más importante de lo cual es aquello de lo que no teníamos la más mínima constancia de que se encontrara con nosotros, es mediante la escritura de un diario.


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