martes, 11 de septiembre de 2012

Despierta la ciudad.





En la ciudad amanece con prisas, sin la calma necesaria para disfrutar del desayuno, con la certeza de tener muchas cosas que hacer a las que se les ponen por medio los semáforos como obstáculos que salvar para llegar a la meta desde la que preguntarse y ahora qué. La ciudad inunda el asfalto de pisadas de neumáticos y manchas de aceite, humo de dolencias, miradas tristes de los faros, farolas deseando apagarse para no contemplar el espectáculo del mundo, el caos de la sinrazón del apremio. En la ciudad parece que todo es posible y los que en ella viven dicen estar muy contentos porque ahí lo encuentran todo; pero nada que ver con lo que significa, aunque uno trabaje en la ciudad, como es mi caso, despertar en un pueblo y oler todavía a campo, a libertad de café con tostadas, a brisa sana que no hace tan dramático el madrugón.

La ciudad tiene sus ventajas, no lo dudo, pero parece que cada mañana se afana en hacerse más feroz, más rápida y peligrosa, menos sensata, más asesina, y no lo soporto. Me invade una tristeza crepuscular cada vez que pienso que tengo el pan en la ciudad, en medio de todo esa jungla de cadáveres andantes y desviadas miradas que acentúan su arrogancia con corbatas y zapatos color marrón; miradas que sospechan una firma, el comienzo de un trato, de un negocio en cuya cadena alguien tendrá que salir perjudicado y sálvese quien pueda. La ironía de las sonrisas es el tumor detrás del cual se esconde el cáncer, la mortal enfermedad de la hipocresía, el luto de la transparencia, los escombros del rascacielos de la congruencia.

Pero hay que caminar y observar, servirse del circo, de las secuencias que nos regala el día a día sobre el adoquín. Las aceras se pueblan de humanidad cada vez que alguien delata una felicidad inmensa, que los hay, leyendo un libro sobre la mesa de mármol de un antiguo café o sobre el banco de un parque. Hay lugar para ver que cabe la posibilidad de sobrevivir, aunque sea con el poco recomendable plato de la resignación, y acertar a descubrir los misterios que encierran los portales, los callejones y museos, las avenidas enarboladas, por las que la luz campa a sus anchas, y gozar del placer de leer el periódico cada mañana siendo testigo de los acontecimientos y poniendo la lupa en la realidad escondida detrás de la realidad, donde se encierra lo que esconde la ciudad.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Yo tampoco le veo el encanto a vivir en una ciudad.
    Salu2.

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  2. Dyhego:

    No es lo ideal pero hay pan para hoy. Para mi el espectáculo de la sociedad está tan a flor de asfalto en la ciudad que da para mucha literatura; menos da una piedra y para estas cosas nada como la ciudad.

    Salud.

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  3. Clochard:
    Evidentemente, hay prioridades. Y el trabajo manda. Para mí lo ideal es vivir en un pueblo pequeño relativamente cerca de una ciudad. Casi, casi que lo he conseguido: vivo en un pueblo, más grande de lo que me gustaría, a 6 Km de Murcia (adonde acudo una vez cada semana o cada quince días o cada mes, si es posible) y trabajo en otro pueblo. También reconozco que me gustaría pasar una semana (no más) en Madrid, o en París o en alguna otra gran urbe.
    Y sí, también tienes razón en que el espectáculo en una ciudad está servido. Cada vez que bajo a Murcia, me mondo de risa viendo a la gente: ves cada tipo, cada vestimenta, cada nota y cada personaje que es un alucine, jajaja.

    Salu2 urbanitas.

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  4. Dyhego:

    Soy como aquel sabio que no cambia París por su aldea, pero no queda, de momento, mas remedio que bailar con la más fea; que tiene su morbo. Lo que mas me gusta de vivir en un pueblo, como es mi caso durante este mes, y trabajar en la ciudad, es el trayecto de retorno por la noche, con las ventanillas del coche bajadas y la música sonando: una gozada.

    Salud.

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