domingo, 27 de enero de 2013

El silencioso bullicio de la vida.






Si no fuese porque el presupuesto, en estos tiempos que corren, no da para permanecer continuamente en un bar leyendo y tomando notas de la circundante realidad que nos empapa hasta los huesos, no dudaría en elegir estos sitios como el lugar indicado para dejarme llevar por las horas suspendidas en el aliento de la prosa y del pensamiento relajado. Aún así me resulta irresistible suspender semejante lujo y guardo un lugar de la agenda para que sea ocupado por la romántica cita que esporádicamente acontece en el bar al que le eché el ojo nada más llegar a Huelva, ese mismo del que se me sugirió que tuviese cuidado porque allí solía ir gente muy rara, razón más que suficiente para saber que estaba acertando. Leer en una cafetería, entre el ruido de las cucharillas y el rugir del vaporizador que se encarga de calentar la leche, es algo que no me incomoda en absoluto sino más bien todo lo contrario, me refugia en la sensación de permanecer en un taller de costura en el que los hilos de la mente cosen frases y huelen a aromas literarios, como los de las infusiones y el torrefacto, o el de la bollería y la fruta escarchada, o el de los mismos sobrecillos de azúcar aparentemente inodoros pero característicamente olorosos para la imaginación que encuentra su caldo de cultivo en las mesas de un café.
Recuerdo las memorables escenas de "La colmena" en las que aparecen artistas reunidos alrededor de una mesa de mármol, en ese ambiente entabacado y algo sórdido tras el que se une la hermandad del sufrimiento con la alegría de la reunión, los sueños de un poeta con la arrogancia de un creador de palabras, como se autodenomina Camilo José Cela, el desparpajo y la pillería de Francisco Rabal junto con la esperanzada mirada de José Sacristán. Allí se cocía la crema de la intelectualidad en una etapa de nuestra historia en la que todo era una simple apariencia de la catastrófica situación en la que se encontraba el país. De la misma manera, cada vez que leo algo al respecto de la congregación de escritores en los cafés de aquella época, de sus costumbres y sus tertulias, de cuantos iban allí en busca de una lección, me da la sensación de que algo de esto nos falta, de que fue algo que no hemos o no hemos querido conservar para nuestros días, y siento una especie de imposible nostalgia por no haber podido formar parte de alguna de aquellas reuniones en las que se departía sobre infinidad de interesantes temas que siempre tenían que ver con la cultura, con lo que mueve las cabezas, con el ingenio y la creación, con los pies en el suelo de un momento determinado en el que se cultivaba de sobresaliente manera la razón de la conciencia y la estoica lucha contra el presente a base del oficio de las letras.
Hay bares en los que estuve horas y horas, en los que los camareros me reservaban la misma mesa, con ese gesto cómplice con el que los que ejercen desde hace muchos años el oficio calan casi a la primera y a cada uno le dan su deseado aposento en el cual pasar parte de la tarde o el día, por descuido y ensimismamiento, entero. En muy contadas ocasiones delaté mi condición de ser uno de ellos, uno de esos francotiradores detrás de la barra que lo observan todo con la curiosidad de los niños, viendo entrar al asiduo y adivinando, en función de la manera de andar, lo que iba a decidir tomar. Me ha interesado siempre, no sé porqué, mantenerme al margen de lo que tantas horas me roba, para disfrutar de lo que más valoro y me gusta: la vida normal y corriente, el día a día, la cotidianeidad que se conforma con ver cuanto pasa por delante de sus narices como si de los fotogramas de una película se tratara o las páginas de un álbum en el que se reflejan los instintos más célebres y vulgares de la existencia, y de esa manera, camuflado entre mis colegas, he escrito descripciones, en forma de carta, de los bares en los que me encontraba mientras le dedicaba unas palabras a algún amigo desde tierras lejanas. Hay tanta vida en todos los objetos de una cafetería que uno se siente como caminando, sentado, por una avenida en la que el paseo estático y el pensamiento que le acompaña se hacen huéspedes de los cruces de miradas y las supuestas sensaciones de los transeúntes.
Hay una familia de sonámbulos despiertos que gozan de los privilegios de sentirse solos mejor que continuamente acompañados, siempre y cuando les esté esperando un periódico o una novela, un crucigrama o una carta que escribir; de eso se puede percatar uno en sus habituales salidas por el centro de la ciudad, en el que abundan los locales de este tipo bajo los soportales y las galerías que rodean las plazas principales, a los que hay que ponerles el achaque de la excesiva modernidad y apariencia de franquicia que denotan. En las terrazas, aún en invierno, el aficionado a un rato de silencioso consuelo junto a una página se enreda en el catecismo de sus impresiones sobre un diario u hoja en blanco en la que dejar constancia de algún proyecto, canción, poema, mera reflexión u organización de su jornada de trabajo, en una sopa de letras o en la lectura de un libro recién regalado, tal da, es lo mismo, lo que importa es el gesto con el que su pose embellece la instantánea de ese rincón, y eso hace que disminuya la sensación de desamparo de ese trozo de calle en el que se engullen las cervezas y los vasos con hielo distanciando el momento del diálogo y haciendo de la soledad una sordera etílica de malos presagios cargados de humo y miradas al suelo.
Dentro de mis predilecciones se encuentran las cafeterías de las estaciones de tren. Entre ellas destaca la estación del Carmen, de Murcia, en la que pasé largas estancias en la siempre placentera compañía de las novelas de José Saramago, de las que por entonces era difícil separarme. Allí conocí a muchos de los que de ella hacen un lugar entrañable para el viajero de paso y para quien, como era mi caso, vivía en el mismo barrio, sobre aquellas mesas de mármol y aquellos personajes que la elegían como sitio de tertulia y barra de conversación, ya que era frecuente que dentro de su clientela se encontraran ciudadanos, vecinos de las cercanías que elegían este bar como sede de sus tragos. Resulta imposible olvidar la presencia de un anciano vendedor de lotería y cigarrillos, cosa que lo acercaba a esos hombres propios del madrileño café Gijón que se encargaban de abastecer de tabaco a la concurrencia plagada de escritores. Del mismo modo fue curioso cómo conocí a un poeta, que llevaba a sus espaldas el diagnóstico de una esquizofrenia con la naturalidad con la que otros ignoran sus defectos, que continuamente andaba enfrascado, en la misma mesa, en sus versos, la mayoría de ellos, decía, dedicados a su madre, y que decidió acercarse a mí por instinto y tras cuyo primer apretón de manos tuve claro, de manera inmediata, que se trataba de otro Ulises, de otro héroe, de otro náufrago con quien compartí el orgullo de una de las más inteligentes charlas que he tenido nunca con un desconocido con el que pronto me familiaricé en la locura y en la belleza de la libertad de expresión.
 En todas las ciudades que visito por primera vez, y en las que me espera una estancia más o menos larga, soy atraído por alguno de estos rincones, en los que una energía llama a que la calma tenga allí la posibilidad de pasear por las aventuras y las opiniones escritas en cualquier página y a que el reto del papel en blanco se deje llevar por la voz sostenida en el aire, por las conversaciones, los sucesos, las anécdotas y los actos que la realidad pone delante de nuestros ojos para que tengamos menos posibilidades de perder el tiempo en cualquier cosa, consiguiendo con ello una aproximación más fiel a lo que sucede y adquiriendo la sensación de que los minutos corren más despacio, en parte gracias a la inigualable atmósfera de las cafeterías y los bares en los que la lectura es capaz de convivir con el silencioso bullicio de la vida.  

5 comentarios:

  1. Clochard:
    Leyendo el texto me has recordado a cualquiera de los personajes de Haruki Murakami: empedernidos lectores que leen en cafeterías o en los trenes, que lo observan todo con curiosidad infantil exenta de cotilleos, que escuchan música y que son capaces de entablar conversación con su propia sombra.
    Salu2 murakanianos.

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    1. Dyhego:

      En otra ocasión hiciste mención a este escritor, del cual aún no he leido nada, y ahora ya me has puesto en la definitiva intriga de merodear en sus páginas. Puede que sea un bar un buen lugar para iniciarme en Murakami.

      Salud.

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    2. Clochard:
      Haruki Murakami me gusta muchísimo y sólo puedo decir cosas buenas, aunque también añado que es uno de esos escritores (su literatura) que o te gustan o no te gustan. Si no te gusta, por más esfuerzos que hagas, nunca te acabarás ninguna novela.
      La verdad es que utiliza los mismo ingredientes para sus platos literarios pero sabe utilizarlos tan bien, que siempre resultan viandas nuevas. Me gusta su forma de escribir: clara, sencilla (la sencillez es más difícil que el rebuscamiento), cómo va avanzando la novela, las comparaciones tan ingeniosas que hace, su ironía. No te quiero dar más detalles por si decides leerte algo de él, porque no quiero caer en el vicio en el que caen muchos críticos: te lo cuentan todo de la novela y no hay cosa que más me desquicie que el "destripamiento" (enlazado con tu actual entrada) del argumento de una novela que quiero leerme (o una película).
      ¡Ojalá te atrape Murakami!
      Salu2, Clochard san.

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  2. En le bar,se cierran negocios,se arregla el mundo,se sabe más que nadie de futbol,se mitigan soledades y siempre hay alguien que te va a preguntar;¿que desea usted?interesante pregunta ¿no crees?...Un abrazo con aroma!!

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    1. Ay, si se pudiese pedir lo que se desea ante la voz del camerero y que éste te lo proporcionara en un instante; la lámpara de Aladino se quedaría en nada.

      Mil abrazos.

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