viernes, 8 de marzo de 2013

Ceguera.







Ayer llegué a casa sobre las ocho de la tarde. Llevaba, además de la mochila que me acompaña a todas partes, una bolsa con la compra, y al entrar no encendí ninguna luz, me valía con los restos de claridad artificial procedentes de una vivienda de al lado a través del patio interior que da a la cocina. Dejé las cosas sobre una encimera en la que se van agrupando las adquisiciones que forman ese mínimo arsenal de latas y paquetes que halla su razón de ser en los por sí acaso con los que poder solventar el trámite de los acechos del apetito de manera rápida. Con el apartamento a oscuras me dirigí a la puerta, para cerrarla, ya que no lo había hecho antes por llevar las manos ocupadas. Después intenté, aun sin ninguna luz encendida y valiéndome de una penumbra menguada por la desaparición de ese pequeño foco de luz que había cuando entré, sacar un vaso del armario que hay sobre el fregadero y ponerme un poco de agua, a tientas, guiándome por el instinto del oído y escuchando como se iba llenando el vaso para suponer cuándo sería el momento exacto en el que dejar de verter líquido. Volví a utilizar el tacto para cerrar la botella y para averiguar dónde se encontraba el vidrio. Bebí y volví a dejarlo en el mismo lugar en el que presuntamente lo había alcanzado, y pensé en qué pasaría si en ese momento, por el retraso en el pago de un recibo, no dispusiese de luz con la que hacer lo que hago cada día: moverme con comodidad, ir de allá para acá con la libertad de la mañana sin tener que pensar qué pasaría si no existiesen bombillas ni focos; e igualmente discurrí en cómo sería la vida en esas fases de la historia cargadas de penumbra en las que las antorchas de aceite o el fuego de una chimenea eran todo lo disponible para alcanzar a verse las caras durante la noche y hacer todo lo que fuera menester a esas horas en las que los estímulos debían ser un reloj habituado a la puntualidad.

Pensé también en qué podría hacer, en qué dedicar el tiempo, que parecía ser inútil en el interior del piso a falta de algo que me alumbrase, ya que no disponía ni de una simple vela con la que poder iluminar un libro y al menos tratar de sentir la emoción interpretada de los momentos de aprendizaje que en esas circunstancias se han dado a lo largo de muchos siglos, casi hasta antes de ayer. Cabía la posibilidad de salir a la calle y pasear hasta encontrarme muy cansado y regresar dispuesto a dormir, sin otro fin que el de esperar a que llegase la luz matinal lo antes posible, como queriendo que durase poco esa franja de tiempo en la que se instalan las horas de sueño de las que en caso contrario desearíamos no despertar tan rápidamente, acurrucados en ese dulce calorcillo de monótona e inofensiva vagancia. Pero, y sí la calle no tuviese ningún atractivo, si fuera tan oscura como mi casa, si todo lo cubriera una opacidad en la que los sentidos se agudizasen tanto como no estamos acostumbrados. Decía Goethe que en todas las cosas cada cual queda, en último extremo, reducido a sí mismo; y eso me sucedió a mí anoche mientras pensaba en todo esto, quedé petrificado, solo conmigo en el interior de esa boca de lobo llamada impertinente oscuridad, como ejemplo de las atrofiadas habilidades por una vida casi mecanizada en la que no se nos pasa por la cabeza qué sucedería si irrumpiese con la fuerza de un ciclón esa inesperada desgracia que tan solo conocemos porque la vemos en televisión, por muy tristemente familiar que nos resulten ya esas imágenes, aunque estemos siendo testigos de que lo que hoy prevalece mañana se desvanece con la facilidad con la que llega una guerra o explota una bomba y lo que era ya no es, y los que estaban ya no se encuentran y donde había claridad ahora se posa un manto de tinieblas que nos ciega y nos arrastra hasta lo peor de nosotros mismos, como en esa obra maestra: Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, en la que ya no vale nada ni nadie, en la que el más puro instinto animal de supervivencia rezuma en cada página con la bravura de un terremoto en el que la lógica y la ficción deparan algo de presagio, de vaticinio de una enfermedad que puede ser contagiada como una maldita peste de la que no se puede escapar en ninguna dirección.

Artur Schopenhauer no cesaba de referir la máxima aristotélica según la cual la felicidad es de quienes se bastan a sí mismos, y pararnos a pensar un poco en el cúmulo de difilcultades que encontraríamos si tuviésemos que prescindir de lo que nos parece tan básico, como la luz eléctrica y el agua corriente, como si todo ello hubiera venido sellado en el paquete de la creación, nos acerca a la reflexión de valernos por nosotros mismos tanto como tal vez no alcancemos imaginar porque estamos tan desacostumbrados a valernos por nosotros mismos que atravesamos la vida bajo una permanente ceguera tan férrea que no nos permite ver la de verdad: la auténtica ceguera que nos imposibilitaría de ser quienes somos y ante la que desfallecería nuestra soberbia con la facilidad con la que se diluye un terrón de azúcar en una taza de agua hirviendo. Porque aún podríamos extendernos más en la falta de posibilidades, si se quiere, y para eso tan solo hay que pensar que la ausencia de agua corriente era usual en los hogares españoles hasta hace algo mas de cincuenta años, mientras hoy es difícil suponer que a cualquiera se le ocurra cerrar un grifo para hacer buen uso de ese bien, común y de la naturaleza, del que tampoco alcanzamos a suponer que no disponen millones de personas que mueren de inanición. Algo así como que el ser humano se siente dentro de una maquinaria de la que no hay escapatoria, en palabras de Jünger, es proporcional a afirmar que si saliésemos de esa maquinaria, en la que hemos sido educados como en una incubadora, en el momento en el que desapareciese el más mínimo rastro de comodidad empezaríamos a volvernos locos de impotencia y nuestra ineficiencia costaría ríos de sangre hasta volver a recomponer la cordura.

5 comentarios:

  1. Os quería comentar que en la pasada entrada titulada "4 años...", dedicada a García Márquez, dije que eran ochenta y cinco los años que ha cumplido siendo realmente ochenta y seis. Por otro lado, en la misma entrada puse en boca, dubitativamente, de John Berger o del fotógrafo Richard Nixon aquello de que mientras que los artístas miran los críticos se fabrican unas gafas, cuando en ralidad fue el poeta Paul Éluard quien lo afirmó.

    Muchas gracias, y salud.

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  2. Clochard:
    Hace unos meses me llegó por correo electrónico una de esas iniciativas benévolas en la que se nos animaba a apagar todas las luces de la casa durante una hora determinada, las 10 de la noche. Así lo hicimos y fue una experiencia agradable. Llegaba el resplandor de la calle (no vi que otros vecinos se hubiesen enterado de la iniciativa) y estuvimos, finalmente, más de una hora en la oscuridad: hablando de todo un poco.
    Salu2.

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    1. Tiene su punto de interés, lo que comentas, además del silencio en el que queda todo si se llegan a desconectar todos los electrodomésticos, y esa paz en la que queda el hogar con la que se escucha lo que pasa por la calle, como en el mito de la caverna, pero de oído. Por otro lado, en circunstancias normales: somos unos afortunados que no tenemos ni idea de lo que ha costado que las cosas lleguen a ser como son.

      Salud.

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  3. Muchas veces las cosas realmente importantes cobrán su valor real y te das cuenta de la falta que te hacen cuando las pierdes.Yo,Clochard compraba unas velas y agua mineral "porsiaca"...Un abrazo iluminado!!

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    1. Es tan dulce la vida sencilla, la austeridad bien entendida, no como estos listos nos la quieren ahora hacer ver; es tan bonito darle importancia a lo que tenemos, ni mas ni menos.

      Mil abrazos.

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