martes, 26 de marzo de 2013

La tribuna del César.






Cuesta trabajo hacerse una idea aproximada de lo mal que lo están pasando millones de personas. Por mucho que pretendamos esforzarnos en tal tarea a penas alcanzaremos un nimio porcentaje de la sensación necesaria para darnos cuenta no solo de la fortuna de la que disponemos sino de lo bajo que hemos caído; no se encuentra nuestra imaginación sana para las cosas sanas, menos aún cuando de lo que se trata es de ponerse en la piel del otro, pero no de un otro cualquiera, sino del que no tiene nada de nada, de aquel que no rasca bola y se muere de hambre, el mismo que no soporta ni un día más sus piojos y acusa un reúma devastador, todo esto sin llegar al peor de los casos que puede ser encontrado en casi la totalidad del continente africano: allí las imágenes de la penuria a las que nos hemos habituado, como a ver en un documental montañas de cadáveres judíos sobre barracones después de haber salido de la cámara de gas, son ya tan hirientes como familiares: excelente punto de partida para ver lo que está siendo de nosotros, por dentro; puro reflejo de la vacuidad de nuestras entrañas.

Pero la empatía -la capacidad de ponerse en la situación de los demás- es algo sobre lo que últimamente se habla con una asombrosa facilidad, como casi de todo de lo que no se tiene ni idea y conviene poner en práctica para alcanzar una serie e intereses. De ella hablan mucho dirigentes y directivos, jefes de equipo y aspirantes a lograr mejores remuneraciones a base de lo que desde la cima de la pirámide del grupo en el que se encuentran les es dictado, con la cara dura de argumentar que se trata de medidas en beneficio de todos y que se han tenido en cuenta las distintas posiciones sociales sobre las que se actúa a la hora de llevar a cabo cualquier plan esgrimido sin cortapisas ni reparos; eso sí, con su contradicción implícita para que no resulte demasiado perfecto, es decir: caiga quien caiga, de modo que se utiliza el término pero sin el mas mínimo reparo a sus utlidades verdaderas ni una pizca de convicción a cerca del mismo para creernos lo que hacemos; teatro, demagogia, charlatanería, mentira, chantaje, deshonrosa vergüenza ajena para el género humano, porque si bien no a cualquiera le es posible resolver el cúmulo de calamidades existentes en el mundo tampoco nos esforzamos demasiado en hacer lo posible por lo que tenemos más a mano, en el preciso punto de partida del efecto dominó con el que conseguir algo mejor que esta serie de desavenencias continuas y molestas, con las que dentro de poco nos costará mirarnos a la cara.
La Semana Santa es un ejemplo muy aclarador de la falsedad reinante. Para empezar solo con salir a la calle, y ver cómo algunos magistrados y gobernantes presiden los pasos procesionales, a pesar de haberse declarado agnóstico o ateo alguno de ellos en una de las malas pasadas que juegan las borracheras o el uso de intranquilizantes, o en el reservado de un restaurante tras un opíparo almuerzo regado con champagne y costeado con dinero público, es fácil darse cuenta de la falta de devoción, de la ausencia de misterio y de silencio, de la nula reflexión y el dudoso respeto, de la poco consciente admiración y concentración hacia las imágenes por parte de esos que se las dan de creyentes y al mismo tiempo se encargan de llevar a su pueblo al continuo riesgo de quiebra como es el caso de los múltiples ediles y alcaldes que continuamente, con este tipo de gestos representados en la hipocresía que rezuma de sus rostros, le faltan el respeto a quienes les han depositado su confianza, a la tradición y a la razón de ser de la honestidad: no hay culto cargado de sentimiento, todo es mera apariencia, ocasión propicia para echar el rato, para que nos vean los vecinos con una prenda estrenada y el cetro en la mano, para no ser menos, pero sin tener ni idea de qué y por qué se encuentra esa imagen ahí y desde cuándo, todo sea por los objetivos que se cimentan en el populismo y en la enseñoreada y arrogante estafa ideológica; y lo que colma el vaso de las rotundidades del cinismo, con la que hoy en día asistimos a una continua coronación del César, es lo que se ve en la plaza del ayuntamiento de Huelva, lugar de paso obligado para todas las cofradías en el que se han levantado una serie de palcos para que aquellos afortunados que dispongan de dinero alquilen un sitio desde el que disfrutar del espectáculo y retrocedamos en el tiempo tanto como nuestra intransigencia y perversión nos lo permita. Justo en el centro de este punto de encuentro se ha colocado una tribuna entoldada para que desde ella las autoridades sean testigos del paso correspondiente. Se trata del único trozo cubierto de toda la estructura de hierros y sillas de madera en que consiste el tinglado erigido para la ocasión, y que desde esta plaza abarca varias calles: solo los mandamases tienen derecho a no mojarse o a estar resguardados de las rachas de viento que les puedan ocasionar un resfriado; el resto, de pie, y con suerte sentados siempre y cuando se lo puedan permitir, eso si:  al descubierto porque no hay toldo para todos, solo para el César y su comitiva de aduladores secuaces y parásitos del poder que carecen de la virtud de la empatía de la que hablábamos al principio: en este caso la que le deben al pueblo sin el que no serían nadie, ni siquiera lo poco que son que les permite conformarse con la bajeza de los medios para alcanzar los fines que se proponen.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    "Sepulcros blanquea2" los llamaba aquél ¿no?
    Salu2.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Dyhego:
      No lo recuerdo, pero de blanqueos andamos muy bien despachados, sean del tipo que sean.

      Salud.

      Eliminar
  2. Cuanta hipocresía hay en el mundo y cuanto atropello a la razón...Un abrazo empático!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Siempre ha sido así, no digo que no, pero ahora parece que la costumbre se ha convertido en una irrefrenable tendencia con la que todavía se nos pretende tomar el pelo. De verdad, es ridículo y de muy mal gusto.

      Mil abrazos.

      Eliminar