lunes, 4 de marzo de 2013

La velocidad de la luz.






Llueve. El clima desapacible y las ganas de continuar la lectura hacen que sea difícil plantearse salir de casa. La estufa atemperando las inmediaciones del escritorio, un disco de Michael Bublé en el que cada vez que suena Everything es casi obligado subir el volumen y deleitarse ante semejante muestra de delicadeza, y el paisaje de tejados húmedos y serenos, convierten el estudio en uno de los mayores privilegios de la existencia.

En días como hoy apenas quedan ganas de plantearse obligaciones mayores que las que trascienden del dejarse llevar de página en página por cualquiera de los volúmenes dispersos sobre la mesa. La quietud que lo envuelve todo hace que sea más confortable el entendimiento que media entre el silencio y el pensamiento. Solo aparece la tristeza cuando uno es sobresaltado, en algún momento dedicado a encender un cigarrillo y pasear por la reflexión a cerca de la importancia, como si fuese un premio o autodedicación, de ser consciente de la amabilidad con la que pasan las horas en este estado, por una noticia salida de la radio en la que se anuncia una nueva barbaridad, otro crimen u otra confesión manifiesta del impudor con el que a lo largo de los siglos han actuado muchos de los que forman parte de la cúpula de la secta más grande de la historia.

Nos queda la paz y el encantamiento sobre el aprendizaje, la forja esculpida del desarrollo personal que nos hace resistentes ante la insensatez y la desmedida bandada de pájaros de garras afiladas, y nos queda el pan y la verdura, la botella de aceite y el agua que nos quita la sed, la posibilidad de comer tres o cuatro veces al día y el conocimiento de que con algo de disposición se puede ser feliz con muy poco. Por eso salta a la vista la desmesura de las incomprensiones y los antojos, la disconformidad caprichosa y el desplante ante la clarividencia: porque vamos camino de no saber lo que queremos. Eso también me entristece.

No sé si fue Séneca quien dijo que cada día tenía que ser vivido como una vida entera. Aunque una vida no cabe en un día si que es posible que quepan muchas maneras de alargar el confort humilde de ejercer el dichoso hábito de la contemplación de las cosas y la confirmación escrupulosa del sentido estricto de encontrarnos vivos y sanos. Abro un libro y veo un autorretrato de Max Beckmann en el que se representa con un esmoquin que parece haberse puesto para ironizar o pasar desapercibido en aquellos turbulentos años de la primera guerra mundial, en los que se vio obligado a abandonar Alemania para refugiarse en otros lugares en los que no ser visto como un apestado o un traidor, y reparo en la libertad de la desatendida indumentaria con la que voy pensando en estas cosas: apenas me cubren los restos de un pijama y algo parecido a un batín a lo que casi no puedo darle un nombre, porque parece no tener la autonomía ni el derecho de tener el apelativo propio de cualquier prenda, y porque tal vez lo más acertado sea llamarle cobijo y sensación de libertad animada por el sueño de volver a convertirme en un estudiante en cada uno de los ratos en los que me lo permite la velocidad de la luz de la vida.

4 comentarios:

  1. Que suerte tenemos querido Clochard,de vivir en esta democracia donde podemos decir lo que pensamos y sentimos sin ser perseguidos o encarcelados por ello.Cuanta libertad desgastada por el libertinaje y el consumismo.Y que afortunado aquél que sabe mirar...Un abrazo libre!!

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    1. Estoy de acuerdo contigo en casi todo lo que dices, porque con respecto a la democracia en la que vivimos tengo mis serias dudas. La posibilidad de mirar el mundo que nos rodea, el que nos ha caído en suerte, no se puede desaprovechar de ninguna de las maneras, solo por eso tiene sentido la existencia.

      Mil abrazos.

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  2. Los días nublados, Clochard, son ideales para la lectura o para la contemplación de la lluvia.
    Salu2.

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    1. Los días nublados son una maravilla con la que disfrutar de la independencia de todo lo que se puede hacer sin salir de casa.

      Salud.

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