jueves, 25 de abril de 2013

Héroes del betún.





Una de las personas con las que suelo cruzarme, casi a diario, es un limpiabotas que va de un bar a otro, por las calles del centro de Huelva, al encuentro de uno de esos románticos fanfarrones, que se quedaron con lo peor del romanticismo y aún osan poner sus pies sobre el cajón para que sus mocasines sean abrillantados. Cada vez que lo veo me acuerdo de otros compañeros suyos que he tenido la oportunidad de conocer a lo corto de mi vida, y siempre me asalta, ahora más que nunca, lo que puede rondar por su cabeza, teniendo en cuenta la situación de crisis reinante, y la poco probable costumbre de que todavía exista alguien que guste de que otro saque lustre a sus zapatos, además de los tres o cuatro que apuntalan el equilibrio del hambre de este héroe, aunque como bien dijo, no se sabe cuál de los dos toreros, si  Guerra o Lagartijo, hay gente para todo.

Uno de mis ilustres vecinos, algo así como el José Luis Sampedro onubense, un señor cuyos valores alcanzan la cima del desarrollo personal, con esa tranquilidad propia de las personas muy vueltas de todo pero con su capacidad de asombro intacta, de esos que se niegan a dejar de aprender y se empeñan en resistir hasta el final, tiene como uno de sus lemas que todos los trabajos son dignos, y que la libertad es un deber intelectualmente tan personal que, sea cual sea la profesión, uno puede ir por la vida con la cabeza bien alta, dándose así el caso de que quienes se muestran sonrientes y almidonados, en muchas ocasiones, lo hacen como una más de sus tediosas obligaciones mientras que cualquier otro, con una manera de ganarse la vida no tan al alza en el ranking social, puede sentirse inmerso en un halo de independencia y mucho mayor relativa libertad que le permita no tener por qué someterse a los dictámenes impuestos por el álgebra de la vida moderna: ese tipo de normas que acarrean el riesgo de no enterarse de la misa la media, y de, además de no llegar a ningún puerto que no sea el de la ostentación, que por el mero hecho de ser, la avariciosa ostentación, una eterna insatisfecha, nunca llegará a nada, encontrarse acuciado por las dudas de la pérdida de tiempo cuando sea demasiado tarde, cuando se eche de menos esa reflexión con la que serían más dulces los últimos años de existencia, en los que en una carrera contra reloj, pretendiendo recuperar la moral olvidada, puede que se encuentre el mismísimo infierno del cuento de no llegarás. Con respecto a esto siempre he sospechado que a Tolstoi debió pasarle algo parecido cuando decidió organizar aquella comuna en la que trató de resarcirse de las tropelías cometidas anteriormente.

De los limpiabotas con los que he tenido la suerte de cruzarme no ya por la calle, como con este vecino de Huelva, sino por la vida, tengo grabado en la memoria a uno de esos héroes que tienen la culpa de que uno se sienta orgulloso del seudónimo con el que firma lo que escribe. Me refiero a Basilio, lo conocí en San Sebastián hace unos doce años. Era un hombre puntual a su cita con la esquina entre la avenida de la Libertad y la playa de la Concha. Además de lustrar zapatos vendía pañuelos, y me llamaba enormemente la atención lo informado que estaba en temas económicos y los razonamientos que exponía ante la cara de lelos de los que acudíamos a él como quien acude a una fuente a beber agua limpia y clara. Asombraban sus conocimientos en derecho y una envidiable habilidad para resolver crucigramas en tiempo record. Además se ganaba a las señoras, que acompañaban a los presumidos caballeros, de tal manera que no era difícil que saltasen las chispas de los celos; porque Basilio era un tío imponente, ahí donde lo veíamos, al que más de uno nos acercábamos como si fuese nuestro segundo padre, o como si se tratase de nuestro hermano mayor, era un contraste de sabiduría y saber estar aquel que se notaba tras su atuendo, siempre de negro, a base de prendas de deshecho, que uno tenía casi la seguridad de que detrás de aquel porte había una historia tan impresionante como el horizonte al que se dirigía la afilada inteligencia de su mirada. Yo me atreví a preguntárselo una vez que me dijo vete de aquí, tu no pintas nada con estos chorizos. Basilio era uno de los más importantes ex directivos de los altos hornos de Sagunto, abogado, licenciado en económicas y arruinado por una de esas malas pasadas que juega la ruleta de la bolsa cuando quienes, como Mario Draghi hace ahora a su antojo con Europa, saben lo que va a pasar pero deciden dejar que te estrelles para que otros se enriquezcan en un par de horas.
Otro de ellos, otro héroe, esta vez un salmantino castizo llamado Cristóbal, un sabio errante y fugitivo del comercio de medio pelo de esa merienda de negros llamada interior competencia sana en el ámbito de la empresa, cosa en la que jamás se le ocurrió inmiscuirse a pesar de las ofertas, que debido al lugar en el que ejercía, la madrileña plaza de Oriente, zona en la que es fácil toparse con personajes de la cultura, la política o el deporte, en fin famosos, se jactaba de haber limpiado los más caros zapatos habidos y por haber, y aprovechando sus ansias por saber se había ilustrado en materiales, componentes, marcas, cordones, suelas, ceras específicas para cada calzado y todo aquello que tuviera que ver con el orgullo con el que balanceaba el trapo para extender el betún, llegando a pulirse tanto en su trabajo que bromeaba diciendo que no faltaban directores de cine que le tentaran para aparecer en alguna película, pero que él solo se ofrecía para enseñar a aquel actor que dispusiera del gusto de interpretarlo, porque para ser un limpiabotas decente, y no de boquilla ni de salón, había que estar catorce horas en la calle, y que lo del cine corría el riesgo de carecer de la suficiente naturalidad como para salirle bien. Disponía de una prodigiosa memoria para recordar las alineaciones del Atlético de Madrid de los últimos cincuenta años, era una enciclopedia futbolística al servicio de los artistas cuyos zapatos pasaban por sus manos, y cuando se le veía en el Museo del Jamón, el bar de la calle Tetuán al que le gustaba ir para ver los partidos, a su alrededor se sentía el mismo respetable silencio que se palpa en la Maestranza cuando un matador hace frente a la embestida de un Victorino o un Mihura. Me dijeron que lo mejor, si no queríamos ver como le cambiaba la cara y se le acentuaban las arrugas enfatizando la tristeza, era no preguntarle por aquello, porque desde el día, allá por los setenta, en el que un defensa de la U.D. Las palmas, le segó los tobillos, con el Vicente Calderón hasta la bandera, no volvió ni a jugar ni a ser el mismo.
Hoy, al cruzarme con este vecino escuálido, con esa barba de varios días que delata cansancio, indignación y atisbos de ir acercándose al borde de un precipicio, paradojicamente casi sin zapatos, pues a las zapatillas que calza les falta parte de las suelas, me han venido a la cabeza muchas cosas y muchas personas, muchos héroes, Ulises como el de Joyce pero en versión española, y a parte del fastidio que supone no haber vuelto a saber nada ni de Miguel ni de Cristóbal, algo me dice que allá donde se encuenten, en esta tierra o en aquel cielo reservado para los valientes, a buen seguro que les resultará un placer darle la bienvenida, el día menos pensado, a este superhombre que arrastra sus pasos por las calles de Huelva con más decencia de lo que la mayoría de los dirigentes se atreverían, por falta de clase y de estilo, a hacer nunca; y me he vuelto a repetir: gracias a estas personas, sólo gracias a ellas, son dignos todos los oficios.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    Efectivamente, todos los oficios son dignos y si se hacen con eficacia, mejor.
    Salu2 eficaces.

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    1. Dyhego:

      Además de lo dicho, tengo la certeza de que son las personas las que hacen el oficio, las que lo ensalzan, representándolo, dignificándolo.

      Salud.

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