viernes, 26 de abril de 2013

Juegos de azar.



Cada día acontece un cúmulo de cosas que aparentemente nada tienen que ver entre sí, pero que por alguna curiosa razón acaban relacionándose y haciéndonos partícipes de la intriga de la casualidad; situaciones que parecen estar conectadas por un misterioso mecanismo, escapando a nuestro entendimiento el cómo y el por qué de las razones que las mueven, si es que las hay, y les han hecho llegar a ese mismo punto, a la meta de la mera coincidencia. Parece que todo se corresponde utilizando un lenguaje que trasciende al conocimiento humano, que las fuerzas del mundo son dirigidas por cada uno de los actos que llevamos a cabo, y que en esa maraña de diferentes voluntades pasa lo que pasa sin que se encuentre una aparente lógica explicación que lo demuestre. Me refiero a las carambolas de los actos, a esas situaciones en las que somos sorprendidos por hechos que nos conectan, que nos someten al cordón umbilical de un enigma cuyo punto de encuentro se encuentra en unas determinadas coordenadas de espacio y tiempo que como testigos cuentan con nosotros. A veces son insignificancias, situaciones que no albergan la mayor importancia para el normal transcurrir de nuestra estabilidad doméstica, como cuando pensando en una persona acto seguido suena el teléfono y se trata de una llamada de ésta; o como cuando despertamos en mitad de la madrugada y al mirar la hora que refleja el despertador coincide exactamente con la que suponíamos que era. Quién no ha salido a la calle sabiendo que iba a encontrarse con alguien y así ha sido; quién no ha visto como la cantidad de monedas que llevaba en el bolsillo sumaban lo justo y necesario, ni un céntimo arriba ni abajo, para pagar la compra que acababa de hacer en el supermercado; quién no se ha dirigido a un estante de la biblioteca y con el primer libro que se ha topado ha sido con ese a cerca del cual acaba de mantener una conversación. El azar es tan caprichoso como la vida misma, que en buena medida se sustenta de los movimientos de este habitante de las circunstancias, enriqueciéndola, aportándole la emoción que muchas veces nos resistimos a darle por nuestra propia cuenta, riesgo y voluntad.

Ayer por la tarde, sin ir más lejos, mientras escribía a cerca de un salmantino limpiabotas que conocí en Madrid, un pajarillo aprovechó el resquicio de una de las puertas principales y se introdujo en la biblioteca haciendo esbozar una sonrisa a cuantos allí estábamos, y precisamente en ese momento me estaba acordando del lugar en el que solía ejercer Cristóbal el limpiabotas: el café de Oriente de Madrid, lugar que por entonces se caracterizaba por tener en su interior, desde hacía un inexplicablemete relativo largo tiempo, a otro pajarillo revoloteando por entre las mesas y los divanes de su cafetería. Puede que a partir de ese momento continuara escribiendo con más alegría si cabe, porque he de reconocer que me sentí doblemente afortunado, en primer lugar por el goce de escribir y en segundo término por esa coincidencia que aterrizó sobre mi teclado como un regalo caído del cielo en una de cuyas nubes a buen seguro se encuentra Cristóbal.
Me sucedió también en Madrid, una madrugada de hace bastantes años, catorce o quince, en esa edad en la que parecía que los relojes suponían un mero adorno para la muñeca, que al salir del barrio de las letras, concretamente de las inmediaciones de la plaza de Santa Ana, zona en la que hay una serie de bares en los que se suele dar cita la crema de la beoda intelectualidad de la capital, que al haciendo eses dirigirme paseando, carrera de San Jerónimo arriba, hacía algún lugar que me indicase que me encontraba no muy lejos de mi casa, orientándome por esa especie de deslizante e instintiva brújula que se instala en el cerebro, una vez se ha perdido la cuenta de los whiskies, y uno se deja llevar con una sola seguridad: que tarde o temprano llegará al portal del que salió hace casi un día, portal cuyo último reto antes de dar con los huesos sobre el colchón se define en un batirse en duelo con la cerradura; y a lo gustosamente perjudicado que iba no solo se le sumó la acomodaticia y dulce sensación de disponer de una de las calles principales de la ciudad para caminar a mis anchas sobre ella, sino que desde la otra acera me llegó una voz que resultó ser la de el Chino, un antiguo compañero de instituto que nunca había salido de nuestro pueblo, y aquella madrugada decidió por sí misma que entre cuarenta y cinco millones de personas fuéramos nosotros dos, el Chino y yo, quienes nos abrazásemos muy cerca del Congreso de los Diputados a cual más borrachos.

Nos vamos dejando llevar por el paso de las primaveras con menos insistencia sobre lo que nos ocurre de la que sería deseable para darnos cuenta de la riqueza de la vida tal cual, nada más y nada menos, así de sencillo, sin necesitar descubrir la pólvora ni la penicilina ni América ni ser más que nadie. Recuerdo haberme negado a realizar el servicio militar debido a que seguí al pie de la letra los consejos de mi hermano mayor, que siendo yo un niño y él un recluta del ejercito de artillería en Murcia, cada vez que venía de permiso se me acercaba par decirme: Tú no vayas a la mili, no seas tonto. De aquello habían pasado ya casi treinta años, cuando decidí dedicarle un par de tardes de exclusiva atención, en la biblioteca pública del barrio del Carmen de Murcia, a "Ardor guerrero", novela en la que Antonio Muñoz Molina cuenta sus relaciones y peripecias, sus más y sus menos, con el servicio militar que le llevó a vivir situaciones que pasadas por el tamiz de su literatura son francamente irresistibles. Fue tal la emoción que sentí a lo largo de la lectura, dos de cuyos momentos son particularmente conmovedores, que al terminarla salí a la calle con la paradójica sana intención de fumarme un cigarrillo en honor de todos aquellos personajes, de todas las batallas y desavenencias que les acuciaron a lo largo del obligatorio periplo vestidos de caqui, llamándome la atención un fortificado edificio que había justo en frente de la biblioteca. Resolví mi curiosidad preguntándole a un señor que pasaba por allí que qué era aquel edificio, a lo que me contestó: es el antiguo cuartel de artillería. El justo y preciso lugar, situado a cuatrocientos kilómetros de mi pueblo, en el interior de cuyos muros se inspiraban los consejos que me daba mi hermano casi treinta años antes, y que parecían emanar del relato que durante aquellas dos tardes me tuvo absorbido a tan pocos metros de distancia. Fumé varios pitillos seguidos.
No sale uno de su asombro ante semejantes sucesos, con los que se rellenan los saleros de la vida, aportando motivos para que la novela que llevamos a cuestas sea más entretenida y se encuentre mejor escrita. Y hablando de nuevo de libros, una tarde del mes de Diciembre, en la Navidad de hace tres años, me encontraba en la sección de librería del Corte Inglés de Linares, en Jaén. Estaba ensimismado en la idea de que, a parte de los conocidos Muñoz Molina, Manuel Andújar y Juan Pérez Creus, no podía  precisamente presumir de estar muy al tanto de personas nacidas en Jaén cuya pasión por la literatura los hubiera llevado a estar de una u otra manera relacionados con el mundo de los escritores, las editoriales, la cultura y este tipo de ámbitos de las letras, y como quien hace cualquier cosa para distraerse, con cierto desdén y de la manera más aleatoria, fortuita y casual agarré una recopilación de artículos de Arturo Pérez Reverte. Abrí aquel libro por la página, imaginemos, ciento cuarenta y seis, y allí se encontraba escrito todo un artículo en homenaje a todo un personaje de mi pueblo, de La Carolina: el conserje de la editorial con la que este autor suele publicar sus obras, haciendo referencia a su perseverante hábito de leer novelas, a su cariño por todo aquello que tuviera que ver con los libros, contando la anécdota de que en un par de meses de verano, a lo largo de los cuales los autores no pasaron por allí, este señor se leyó todas las obras de Faulkner, que se dice pronto, y otro tipo de detalles que me llevaron a quedarme en aquella posición, gozosamente disfrutando de aquel inesperado y coincidente homenaje con uno de mis más ilustrados y desapercibidos paisanos.
Quién sabe qué estará sucediendo en este preciso instante, ahora que escribo sobre esto, aquí, o bien lejos o a la vera de este lugar tan apartado como cercano del mundo, mientras me acuerdo de pasajes de mi vida que no pasan de ser meros incidentes carentes de interés, con ausencia de repercusión, con los que uno ha llegado hasta donde se encuentra, transportándolos en el equipaje de las vivencias grabadas en la memoria con la fuerza del azúcar que se convierte pegajosa y tarda en salir de la superficie sobre la que se encuentra adherido. Así, en este continuo cúmulo de coincidencias, pasan los días atados a deseos que hay que atreverse a ver, como la convicción de que no resulte casual que de una vez por todas sepamos definitivamente sentirnos libres y no nos resulte trivialmente anecdótico.


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