jueves, 18 de abril de 2013

Nadie es perfecto.







En un restaurante no todo puede, como sería deseable, ser una balsa de aceite acompañada por un sinfín de aplausos y gestos de aprobación diciéndonos que somos unos fenómenos. De vez en cuando metemos la pata hasta la ingle y lo mejor que nos puede suceder en esos casos es que la chapuza con la que tratamos de enderezar el entuerto salve los muebles de la manera más decente posible. En función del tipo de error del que se trate acudiremos a unas u otras artimañas y a un mayor o menor grado de originalidad en el parche con el objetivo de que el desaguisado sea lo menos notorio posible.
 
La cuestión tiene algo a favor: un campo abierto a la inspiración, el reto de resolver un jeroglífico en un tiempo record, y no parar, no detenerte, tras lo que puede que se dé ese tipo de satisfacción conocida como ensayo-error: un memorable descubrimiento que no dejarás de poner en práctica debido al buen resultado obtenido; eso mismo que le sucedió a Fleming con un frasco que tras romperse en el suelo le dio la solución para arremeter contra los gérmenes que provocaban la muerte inapelablemente. Nosotros, los camareros, no llegamos tan lejos, pero bien es cierto que más de un detalle ha nacido de una espontaneidad, de un equívoco o distracción tras el cual, junto a unas risas mezcladas con imaginación, hemos decidido que aquella maniobra pasara a ser uno mas de los gestos de la dinámica del servicio.

En el repertorio de mis meteduras de pata se pueden encontrar algunas que podríamos catalogar de antológicas, como la del olvido de unos platos soperos en la elaboración del inventario de un servicio a domicilio, que tenía como invitado de honor a un ex presidente del gobierno. Al darnos cuenta de la carencia de dichos platos, momentos antes de la puesta en escena de la elaboración sobre la que se habían depositado todas las esperanzas de nuestro éxito culinario, un par de compañeros tuvieron que atravesar Sevilla jugándose el pellejo conduciendo al más puro estilo del Torete y el Vaquilla. Después de la emoción contenida, la espera, las explicaciones y el calentón al que se vieron sometidos los nervios de todos cuantos entre bastidores no sabíamos si rezar, llorar o tirarnos al suelo, todo fue sobre ruedas, y nunca mejor dicho. Al tratarse de una cena que tenía como comensales a un amplio repertorio de políticos, no encontraron éstos mayor problema en que se les hiciera amena la espera, ya que las ganas de protagonismo en el discurso de cada uno de ellos prevalecía por encima del apetito, y de nuestro ingenuo berrinche. El presidente González se llevó el encendedor que le ofrecí prestado, se lo perdoné por lo de los platos, pero bueno está.
En otra ocasión, siendo aún un novato en las inclemencias técnicas que puede acarrear cualquier aparato, no me percaté y tuve la mala fortuna de ser el primero en utilizar el vaporizador de una cafetera, que se acababa de averiar justo en el instante en el que yo lo utilicé, sin que fuese evidente el lío al que me estaba encaminando. Dicho percance le propinó a la espuma de leche con la que decoré un capucchino un aroma a quemado que, luego de reposada la crema de leche, tiraba de espaldas. Al comprobar el resultado que obtuvo mi siguiente compañero en el uso de la misma máquina, fui corriendo hacia el sitio del que acababa de venir, del lugar en el que serví el dichoso capuccino, con la imperiosa intención de retirarlo antes de que la madame de turno se dispusiera a darle el primer sorbo,  y lo que me esperaba era un huésped, el esposo de la víctima, hablamos de un hotel situado cerca de Dublín, considerado por entonces uno de los mejores del mundo, convencido de que yo había tratado de maltratar a su esposa, se atrevió a acusarme de asesinato delante de mis superiores, poniendo ceniza de cigarrillos dentro de la taza. Ahí la llevas Villegas. Esa noche comprobé que sabía hablar inglés mejor de lo que imaginaba además de que lo que pretendía aquel señor era que no le fuese cobrada su estancia debido a mi error, sin querer escuchar a nadie, cayese quien cayese y personificando a un ogro ingrato del tipo Berluscconi como ni antes ni después he tenido ocasión de ver. Montó tal número, este multimillonario italiano, y se le vio tanto el plumero que, como veremos, le salió el tiro por la culata. Todo tiene su lado positivo, también se aprende a cómo no hacer las cosas ni a como ir por la vida. Fue una de las pocas veces que vi defendida mi posición por un superior, nada más y nada menos que por Mr Carrow, el director de aquel hogar para los más ricos del mundo, quien a la mañana siguiente expulsó a aquellos clientes considerándolos no gratos al no haber creído que se había tratado del fallo de uno de los dispositivos de la maquinaría, y dejándole muy claro que no sabía  donde se encontraban, pues aquel lugar era un refinado y decente templo de la gastronomía y el hospedaje. Aún hoy le doy vueltas y no consigo creérmelo. Por cierto, además pagaron hasta el último penique.

No hace mucho, felizmente ejerciendo en Cantabria, cometí la imprudencia de dejar en manos de mi memoria la anotación de un cambio de fecha sobre el libro de reservas. Era una tarde de esas que enlazan el servicio de medio día con el de la noche. Para arriba y para abajo, esto y aquello, anotaciones, supervisiones, llamadas, correos, preguntas, respuestas, soluciones inmediatas, cientos de cosas bien hechas para acabar tropezando en lo más llano. Eso de confiar demasiado en la memoria, aunque estemos muy acostumbrados a hacerlo, suele ser tan peligroso como pasarse una bandeja en el aire, o sea, que si tanto va el cántaro a la fuente ya se sabe. Y pasó lo que tenía que pasar. Llegó el día indicado y se presentaron aquellos clientes. Era una pareja de mal educados que no querían saber nada del despliegue de cariño que le estábamos dando, solo reparaban en qué es lo que hubiera pasado si, y si esto, y si lo otro, y si algo peor, y si, una cosa mala, se les veía en la cara, aunque nada de eso sirve para encontrarle justificación alguna a mi error, que no la tiene. Menos mal que disponíamos de una mesa para solventar el imprevisto cuando los señores C se presentaron en el restaurante, a pesar de que por su comportamiento hubiese preferido pasar con ellos la velada hablando sobre la repercusión de algunos pecados capitales en las relaciones con el prójimo, cosa que le dejé caer en mis acercamientos para comprobar cómo iba todo, pero no se enteraban, angelitos míos. Pero cenaron, y muy bien, a pesar de las subliminales amenazas del principio, muy buenas también, que no consiguieron amedrentar a ninguno del michelinado equipo que por entonces tuve la suerte de dirigir, y que tuvo que meterse allá donde le cupieran porque tras el recital salió con el rabo entre las piernas.

Los que me conocen bien, en el escenario, saben que mis rebotes ante los errores graves no son pequeños; errores originados por la falta de supervisión de todo aquello a lo que no ceso de darle vueltas y acerca de lo que no pierdo la oportunidad de hablar con mis compañeros cada vez que tengo ocasión, y tantas veces sea necesario hasta que el guión se sepa con la suficiente solvencia como para interpretar el papel con la libertad y el aire particular que cada uno lleva dentro, encantándome ser un pesado e intentando acercar al terreno del arte nuestras manifestaciones de saber hacer, incidiendo en el detallismo de manera desapercibida, dejando que el cliente haga su lectura de la vivencia que está teniendo; y cuando soy yo quien comete algún fallo serio me cuesta un tiempo comérmelo con patatas. Pero una cosa tengo muy clara: si detrás del desacierto hay humanidad e interés admito la parte de imperfección que tiene la naturalidad y me apoyo en ella para crecer. En cambio, cuando la desidia es la causante mi discurso es otro. Qué le vamos a hacer, nadie es perfecto. Y muchos clientes tienen desidia de la vida por estar atiborrados de dinero, por creerse más que nadie por la simple masiva disposición del vil metal, y ahí no paso ni una porque la ironía puede alcanzar insospechadas cotas con las que hacer de nuestra escena un magnífico teatro en el que interpretar, pongamos por caso: El retablo de las maravillas.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    ¡Jugosas anécdotas!
    Nunca he ido a restaurantes de postín ni tengo la menor idea de gastronomía así que no tengo elementos de juicio para ser objetivo.
    Soy de los que prefieren unas patatas cocidas con ajo y unas costillejas a uno de esos platos de nombres larguísimos en francés servidos en platos cuadrados gigantes donde tienes que buscar con lupa los ingredientes...
    Por eso me maravillan tus anécdotas y aprecio vuestro trabajo.
    Y por eso me gustaría preguntarte los siguiente:
    ¿de verdad la gente que va esos restaurantes de altísima calidad es capz de distinguir si el café es de Tanzania, si la carne es de una res alimentada únicamente con hierba en la pampa argentina o si el pescado ha sido pescado con anzuelo tres millas al norte del cabo Finisterre? ¿Cuánto hay de pose en esos "gourmets" que sorben una cucharada de sopa y la tiran porque no ha sido cocida en cazuela de barro calentada con madera de pino de cien años?

    En fin, seguramente, como dicen, no está hecha la mil para la boca del asno.

    Salu2,

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    1. Dyhego:

      Aún perdura en mi memoria gustativa el sabor de las patatas al ajo cabañil, típicas de Murcia.

      Te responderé comentándote que la responsabilidad ética del restaurante es que sea cierto todo lo que dice en su carta. De hecho, en los ochenta, a un restaurante francés le quitaron dos estrellas Michelín de un plumazo porque el crítico sospechó que uno de los productos que había degustado no era de la procedencia que se indicaba en la carta: pidió los albaranes de compra y comprobó que ni por asomo, con lo cual se le cayó el pelo al chef. Ahora, que haya clientes que se den cuenta o sepan apreciar lo que comen, hay unos que sí y otros que no, todo está en función de las tablas que tengan como comensales, de la atención que le hayan puesto a cada una de las degustaciones que han disfrutado a lo largo de su vida; lo mismo sucede con los vinos, todo va en función del esfuerzo que se haga para ir archivando datos en tu paladar mental, en tu memoria gustativa para poder relacionarlos con sensaciones anteriores, con recuerdos, con lo que sabes que te sabe a lo que te sabe. Hay mucho paripé en muchos comentarios. El jefe de sala, en la entrevista previa que tiene con los clientes, mientras les da la bienvenida, les recomienda, también examina los gestos, las poses, la forma de expresión y esos pequeños detalles con los que hacer una radiografía de quien es quien se encuentra delante, y a veces te sorprendes y otras tira para atrás la incongruencia de lo que se escucha.

      Salud.

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