miércoles, 17 de abril de 2013

Suele pasar.






Esta mañana, después de un paseo con el que nuevamente me he dado cuenta de que mis constantes vitales se encuentran dispuestas a continuar disfrutando del espectáculo del mundo, he entrado en una cafetería cercana a la biblioteca, en la que trabajan dos camareros muy amables y eficientes. Uno de ellos, el capitán, tiene pinta de ser veterano en las lides de la barra y la bandeja, aunque no utilice mucho esta última: contorsiona sus manos hasta lo indecible para acaparar todo el menaje que va recogiendo de las mesas para posteriormente depositarlo en un reservado rincón del mostrador, como si de las piezas de un Tetris se tratara toda aquella loza procedente de los desayunos. El otro, el más joven, parece ser un recién llegado que tiene que aprender del maestro todo lo que allí se cuece: la normativa interna de la empresa, lo que conviene y lo que no, quiénes son los clientes más singulares y cuáles son sus preferencias, qué es lo que hay que decir para que no pase lo mismo que hace un mes, quienes disponen de crédito, dónde se encuentran las llaves, la carpeta de los albaranes, el cambio, los mandos a distancia, el nombre de esos señores que acaban de llegar, la mesa que más le gusta a doña tal, y aquello que pase lo que pase no puede caer en el olvido porque si no tenemos un problema, en fin una letanía de pequeños detalles sin los que una simple cafetería podría pasar desapercibida, como tantas, pero que resiste con tesón el paso de los años gracias a las demostraciones de complicidad y saber hacer que muestran sus camareros: este par de artistas que están estudiando la manera de preguntarme algo y aún no han encontrado el hueco para sutilmente comenzar el interrogatorio. Sé lo que sospechan.
 Al barman recién llegado le faltan eso: horas de vuelo en esta compañía, pues de maneras no carece. Es atento, educado, paciente, ordenado y observador además de notársele una estimable retentiva y una muy bien calculada velocidad en sus ademanes y gestos específicos sobre las maniobras más frecuentes, con los que en lugar de distorsionar el ambiente tiene el preciado don de hacer muchas cosas allá por donde pasa, sin que nadie se entere; se mueve con el sigilo de los gatos y lo tiene todo a mano en el instante oportuno: que corra la pelota que no se cansa, debe pensar cuando comprueba que entre él y su compañero sacan a flote un barco amenazado por las olas de las prisas. Eso sí, el que manda en esa mayoría de dos es el otro, el más antiguo, el decano de este bar en el que la vida pasa como en una película, a base de los fotogramas recogidos en cada conversación, en las formas de pedir una cerveza, en los tragos largos y cortos con los que algunos se desinhiben y comienzan a hablar, mientras el veterano, el jefe podríamos decir, mira al tendido haciéndose el tonto y dándole a cada uno lo suyo, poniendo a cada cual en su sito, dirigiendo la orquesta, utilizando la batuta para que ningún espectador se pierda un detalle de la representación. Magistral.
Se ve a la legua que el mejor puesto, en el que más cómodamente se desarrolla el trabajo, lo ocupa el veterano, aunque como contrapartida tiene la responsabilidad de ser quien ejecute las respuestas rápidas y resolutivas, tener la seguridad de los charcos en los que se mete y los compromisos que adopta, no dando puntada sin hilo y calculando bien las distancias dialécticas, mucho mejor de lo que se lo he visto hacer a alguno de esos que salen en los magazines gastronómicos, como si su nuevo compañero fuera uno de esos jugadores de fútbol que han de pasar un tiempo en el banquillo antes de definitivamente endosarse la camiseta y saltar al césped, una vez que se lo haya merecido y llegue el día en el que le digan ahora te toca a ti un rato, venga, sal y disfruta. Pero esto no sirve para que la relación entre ellos sea un tormento ni se perciba tensión alguna, muy al contrario reina la concordia en la briega, gracias a la bondad del viejo y a la atestiguada admiración del joven por su par, demostrada en alguno de los gestos cuyo significado viene a ser eso es, ahí estamos, muy bien, ya te lo decía yo o qué te parece, vamos que nos comen, sin decir ni mú y sonriendo levemente por ellos sabrán qué. Se nota igualmente que no está el horno para bollos, que no conviene quejarse, que es lo que hay, y entre ambos forman un tándem de oficio bien aprendido que cada mañana se traga un servicio de cafés con leche y tostadas para el que sería necesaria la participación de al menos otros dos camareros. Me gustaría escucharlos al finalizar la jornada, cuando sus camisas casi se les hayan pegado al cuerpo y el stress haya quedado en un segundo plano, en la calada que se le da a los cigarrillos por parte de aquellos que saben que acaban de hacer algo importante, y con mucha decencia.
Con lo que ha andado uno por esos mundos del algodón, el lino y la plata, por las avenidas del cristal austriaco y los premiers grand cru classé de Burdeos, si alguno de mis viejos compañeros me viera disfrutar de estos sitios como calladamente lo hago, y lo he hecho siempre, me preguntaría que si no hay otro lugar para ir a tomar café. Con la de sitios de última moda y reciente apertura que existen, atendidos por señoritas monas y con una carta de cócteles de lo más innovador, es impensable que a alguien que forme parte de esta familia de locos se le ocurra elegir un bar de toda la vida, en cuyo diseño y distribución es perceptible que no ha habido cambios en al menos los últimos veinte años. Pero confieso que es la poesía y la pureza lo que me atrae de estos establecimientos, y que éstas son imposibles de encontrar en los modernos habitáculos diseñados con semblante de franquicia, tan desarraigados del suelo en el que han sido levantados que parecen haber sido puestos ahí por una nave procedente de otro planeta: despersonalizados, sin esencia, aburridos, musicalmente incultos, carentes de imaginación, sin guión que continúe la obra del arquitecto, aptos para entrar en la vereda del siglo XXI con los ojos tapados y sin tener ni idea de qué ha sucedido a lo largo de los cien años anteriores, ni falta que les haga.
Suele pasar, es una pena pero suele pasar, que quienes creen que por trabajar en un determinado restaurante, de esos que aparecen en la guía Michelín, forman parte de un grupo más digno dentro del gremio, aunque a diario tengan que estar tragando con la perorata de un jefe ególatra y manipulador, a quien las fotos de las revistas lo traen por la calle de la amargura y lo único que le interesa es salvar su imagen, sintiéndose tan omnipotente como para pensar que gracias a él el resto de la plantilla pueden gozar del privilegio de disponer de un empleo, dándoselas de buen pagador porque mensualmente corresponde a sus trabajadores con su obligación de ingresar las nóminas de éstos, por lo que parece estar esperando una medalla. A veces pienso que para que se nos quitase la tontería del cuerpo, la contaminación mental en forma de saco de prejuicios y desconocimiento del respeto a la integridad de las personas que se resisten a actuar como máquinas, de los falsos valores adquiridos bajo la férula de personajes que se jactan de no haber leído mas de tres o cuatro libros en su vida, cuya destreza se encuentra en el tejemaneje con el que trazan las directrices de sus relaciones con los medios, a costa del miserablemente remunerado esfuerzo de los miembros de sus equipos, el pueblo más pequeño tendría que ser como Nueva York, dando lugar a que no hubiera rastro de esos países de los ciegos en los que el tuerto es el rey. Y cuando más firmemente lo pienso es cuando veo a estos hombres cuyo uniforme viene a ser una camisa blanca que difícilmente acabará la batalla sin un lamparón: los auténticos portadores de la gramática parda de la profesión a quienes habría que preguntarles cómo se las apañan para resolver mas de uno de los problemas que en los grandes restaurantes suponen quebraderos de cabeza, por no tener la humildad de mirar hacia atrás, hacía el punto de partida en alguna de cuyas sedes se ejerce con la misma o mayor dignidad que en el firmamento de los estrellados, en el que alguno de los astros que a duras penas brillan en ese espacio carecen de la más mínima autonomía sobre la trayectoria de su órbita.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    Da gusto oirte comentar los entresijos de tu oficio. Está claro que para todo hay que valer.
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      Este oficio da para escribir varias novelas de Stephen King, aunque Galdós tampoco se hubiera aburrido, ya te lo digo yo. Es uno de los mejores escaparates del espectáculo del mundo; solo que hay que tragar mucho, tal vez demasiado.

      Salud.

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