viernes, 10 de mayo de 2013

La bondad de la noche.





Después de la placidez con la que el lúdico esfuerzo realizado a lo largo de la tarde se ve reconfortado con la cena, tras haber ido y venido de un lado a otro, perdiéndome entre los estantes de la biblioteca y habiéndome dejado llevar durante un rato por el sagrado placer de la escritura, no hay nada como atender, sentado y desde mi escritorio, al espectáculo que se encuentra en esa oscuridad a penas iluminada por los reflejos de las farolas que atestiguan la cercanía de las calles próximas, reunidos en el interior entresijo de patios de vecinos de una de las manzanas del centro de la ciudad, cuyas luces alcanzo a ver entrelazadas con el dédalo de tejados que configuran el paisaje más allá de mi ventana. Escojo esas horas, que van desde el final de la colación vespertina hasta entrada la madrugada, para la continuación de alguna lectura. Hace un par de noches que me introduzco con facilidad en la voz de Julio Llamazares dentro de sus Lágrimas de San Lorenzo, bajo esa lluvia de estrellas en diálogo con su hijo Pedro, rememorando interesantes y emotivos pasajes de su vida. También me acompaña un descubrimiento que se ha convertido en un tesoro, hallado de la mano de José Luis Sampedro: Selma Lagerlöf, con una amena historia de amor en la que se atisba la presencia del binomio de la bella y la bestia, y una dulce elegancia literaria que nos lleva a la Suecia de principios del XX: La leyenda de una casa solariega.
Al igual que con la levedad de la luz que llega desde la calle ocurre lo mismo con los ruidos, que emergiendo desde ésta se insinúan como queriendo ser adivinados. Coches, semáforos, motocicletas y transeúntes que alzan la voz, hasta que pausadamente se van apagando para acabar desapareciendo en un mutismo que llena de serenidad lo que queda: ese conjunto de seres materiales refugiados bajo el tenebroso velo del crepúsculo. Otros ruidos resultan puntualmente familiares como el del camión de la basura o el de unos mozos que se encargan de descargar mercancía en unos grandes almacenes, a excepción de en la víspera de una festividad, en la que una inesperada paz recuerda el futuro sosiego de la fecha de mañana. Se ven cuartos, estudios, habitaciones iluminadas y destellos de televisores y  luces de escaleras de los edificios más o menos próximos; hay un mundo a parte en cada detalle, una vida en cada una de las cosas que se reúnen en el pacífico silencio de la noche, como queriendo reconciliarlo todo con las prisas que durante el día nos agitan bajo la férula de la nerviosa zozobra del estrés. De vez en cuando la quietud es interrumpida por el leve crujido de una silla o por algún incívico portazo que retumba rompiendo la calma y dando muestras, y dando muestras. Si necesito saber la hora me basta con mirar a la torre de la iglesia de la Concepción, en la que se encuentra incrustado un  reloj que parece haber sido diseñado para ser consultado desde aquí, desde este apartamento en el que suena Ray Charles junto a una genius loves company entre los que se encuentran B.B. King, Johnny Mathis, Van Morrison, Natalie Cole o James Taylor, en cuya compañía voy dejando una serie de notas sobre un cuaderno, en muestra de agradecimiento, con las que la lentitud de estas horas ayudan a que lo bueno sea dos o tres o muchas veces bueno.

2 comentarios:

  1. Bella estampa nocturna y ciudadana. Esa imagen,vista en el cine, del espectáculo nocturno de una metrópolis me resulta fascinante y aterrador. Lo primero, por las luces, la vida atisbada de miles de personas. Lo segundo por la soledad y la soberbia humanas.
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      La soledad acompañada de un lugar desde el que poder refugiarte del ruido, y contemplar, adivinar, imaginar y hacer lo que más te gusta, es una soledad cercana a lo mágico. La noche tiene esa bondad.

      salud.

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