sábado, 4 de mayo de 2013

Lo que parece






Damos con ciertas obras guiados por la recomendación de un amigo o por la instintiva tendencia a investigar en los gustos y referentes de cualquiera de los autores con los que más nos identificamos, siguiendo una serie de pistas en forma de senda con las que éstos nos hablan de uno u otro libro en el que pasaron horas y noches de ensimismamiento, como queriendo parecernos algo a ellos, queriendo aprender de las mismas fuentes e imaginarnos que nos acomodamos en determinados relatos igual que estos escritores nos cuentan que ellos lo hicieron. Buscar entre los estantes de una biblioteca, alguna obra que hace tiempo se nos pasó por la cabeza que debía resultar de imprescindible lectura, es un placer basado en detenerse a observar tantos nombres sobre tantos lomos junto a tantos títulos que parece que uno se perdiera por un rato en un mundo aparte, más sosegado y sin la habitual y tediosa manía, de este otro mundo en el que también vivimos, de querer saberlo todo del vecino sin poner el más mínimo miramiento en profundizar en nuestro interior. Ese otro íntimo interior, el de buscarnos en la sabiduría de cuantos dejaron la suya como legado para la posteridad, puede en buena medida ser encontrado en las bibliotecas, o en el reposo del sofá acompañado por un buen libro o una buena película, o por la sencilla meditación del paisaje urbano a través de la ventana, momento en el que no es difícil que nos acordemos de algún pintor que encontró en esa luz el motivo suficiente para plasmar su impronta sobre una lámina; o en la fortuita conversación con un desconocido tras la que uno se queda con la sana sensación de querer saber más, como si de una buena historia se tratara.
Nos sucede con frecuencia que en función de quien nos haga una recomendación literaria depositamos más o menos fe en el posterior intento de lanzarnos a la definitiva aventura de adentrarnos sin reparos en una obra; y en esto hay que tener el mismo cuidado, por no perder reiteradamente el tiempo, que libertad y ausencia de prejuicios, pues nos podemos llevar alguna grata sorpresa. Hay que valorarlo todo, no puede uno dejar de lado las sensaciones, el instinto y el olfato, la autonomía y la cierta curiosidad que despierta el hecho de que una persona, por ser de una determinada condición, nos haya hablado fervorosamente de una novela. Puede que a partir del momento en el que una de esas recomendadas obras nos ha causado gran impresión empecemos a mirar de diferente manera a nuestro amigo o conocido, a sacar más conclusiones y a dejar de lado toda esa dosis de imaginación que nos hacía suponer y conjeturar una vida donde realmente hay otra, unos ojos donde en realidad hay un microscopio y un alma donde existe una refinada inteligencia. 
Anda uno siempre con el achaque a cuestas de no haber leído todo lo que le hubiera gustado, de maldecir los ratos extraviados en la nada de los raptos de mano de la desidia, y por ese camino, entre tanto que elegir, se tropieza con frecuencia con el resquemor de no haberle dedicado suficiente atención a los clásicos, sin haber llegado más allá de lo que podría parecer indispensable para todo aficionado. Pero como para todo hay un momento oportuno, y una de las grandezas de la vida se encuentra en el papel fundamental que juega el azar, hace unos días mantuve una interesantísima conversación sobre Balzac, Stendhal y Galdós con otro asiduo a la biblioteca que frecuento. El maestro en cuestión se llama Florencio, y con él uno pude salir rápido de dudas sobre la vida y obra de estos tres autores, así como de la de Jorge Amado, su catarsis. Florencio es un ex presidiario que estuvo casi cuatro años encerrado, hasta hace a penas unos meses, por atracar una sucursal bancaria de la que sacó nueve mil euros que, debido al asedio policial, no se pudo gastar ni invertir en nada, para acabar entregándose. Una vez entre rejas decidió, visto lo visto allí dentro, que tenía que hacer algo que le ayudara a superar la angustia de la situación que se le ofrecía, sin demasiadas esperanzas, por delante. Se enfrascó de literatura tanto como para pasear hoy en día con el mismo garbo con el que cualquiera que disponga del vicio de la fabulación le daría a un profesor universitario: la fiel apariencia de tener la vida por delante y de dedicarse a la lectura con la devoción de la pura alegría, con visos de realidad que igualan la ficción de la buena literatura.

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