lunes, 27 de mayo de 2013

Los seres que nos acompañan.

La ciudad, esculpida y plantada sobre un trozo de tierra en el que, como uno de esos clavos oxidados que llevan muchos años incrustados en una madera muy vieja, ha quedado enquistada en el fondo de un tiempo incierto que uno no se atreve a afirmar que a ciencia cierta pertenezca al pasado ni al presente, simulando ser inamovible y aparentemente perpetua, conviviendo con las plantas y con los árboles, por extraño que parezca, por milagrosamente cierta que resulte esta empresa, y se deslía como un juego de cajas chinas en el que van apareciendo diferentes ecosistemas, unos detrás de otros y dentro del siguiente, sucesivos y extensibles, abarcando desde las minúsculas formas de vida como las esporas hasta las monstruosidades del hombre sapiens accionando el detonador de una bomba. La ciudad no para de respirar cortinas de humo negro y blanco por las bronquíticas chimeneas de las fábricas, y en cambio recibe a los perros y a los gatos, a las palomas y a las gaviotas extraviadas, a los murciélagos encargados de patrullar la oscuridad en esas horas en las que otras especies descansan; la ciudad recibe a las lagartijas del verano y a los patos de los estanques, a las ardillas de un trozo de bosque injertado en la metrópolis, en los parques, y a los mosquitos del insomnio; a los bichos que sin ser domesticados pacíficamente nos acompañan hasta que acabamos por pisarlos dándonos y sin darnos cuenta.
El paisaje urbano le regala al paseante una esperanza en su trayecto por los recodos de los barrios con aspecto de zoco que perviven en muchas capitales, y le muestra una pincelada en forma de macetas rebosantes de galantería, colgadas de algunos de esos balcones que nos muestran la alegría con la que la dicha es posible, aún, todavía; casas encaladas que pertenecen al universo de las afueras o al remoto casco antiguo de las juderías, que muestran lo que tienen, como queriéndolo compartir a la manera del vecino que pone la música demasiado alta para que todo el mundo se entere de sus gustos y de su euforia desatada, de su ánimo y de su tregua, de su no tirar la toalla y disponerse a encontrar la luz del día en un agujero o en una neurona, en una ventana que se abra al universo con la misma fragancia que toda esta familia de los confines de la botánica, o de la fauna; en un centímetro cuadrado de libertad o en una balada, en la espina que no pincha de una rosa o en el pétalo de azúcar de un manojo de claveles, de gardenias, de jazmines o mimosas.
La naturaleza pende sobre las paredes de los patios resguardados del ruido y de la calumniosa furia del tráfico, como en Córdoba, dentro de los que parece que el mundo de las flores se ha reservado un hueco para el ocio, para sobrevivir y rezar en silencio, para respirar en colores vivos, en un convento consagrado a las almas con espíritu de clorofila, a los troncos y los tallos de los que brotan pámpanos de especies con  nombres casi mitológicos; enredaderas y tiestos de barro, aguas que empapan la tierra como se empapa un bizcocho para rehabilitar un apetito cercano al desmayo, como los sentimientos que desdeñamos de los seres que nos acompañan.

4 comentarios:

  1. Clochared:
    Hay tantas capas en una ciudad como personalides adopta una persona.
    Salu2 personales.

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  2. Lo que para unos son objetos inertes para otros tienen vida propia.Que hermoso sería saber mirar y saberlo trasmitir como tú lo haces Clochard...Un abrazo con mirador!!

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    1. La mirada, que va más allá de lo que tenemos delante de las narices, pienso que es lo que le da alma a las cosas; y esos seres que nos acompañan, los otros seres vivos, nos deben mirar incrédulos ante el espectáculo. Muchas gracias, por la mirada.

      Mil abrazos

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