domingo, 12 de mayo de 2013

Un montón de gente.






Me ha sucedido, en más de una ocasión, que después de haber mantenido una serie de mínimas relaciones cotidianas, como las que humanamente nos conectan con nuestros vecinos y conciudadanos, a los que nos vemos unidos mediante unos cuantos lazos de carácter cívico, por el mero hecho de compartir la existencia, aunque cada vez con más desanimada insinuación esto vaya pareciendo una tontería, como un saludo y unas palabras con las que hacer uso de la coherente sociabilidad que no espera nada a cambio, como una consulta y una recomendación realizada de veras y con buena fe, o un comentario y una breve conversación en la que incluso ha habido lugar para una broma, con una de las cajeras del supermercado al que voy dos veces por semana, con el estanquero o con el señor del quiosco de prensa que tienen preparado lo que les voy a pedir antes de que se lo diga, con la chica que amablemente me atendió en la zapatería,  o en la panadería o en cualquier sitio al que uno haya entrado para comprar una de esas cosas que nos hacen tener la vida atestada de cacharros, momentos de todos los cuales sale uno muchas veces con la sensación de que da gusto tratar con personas sonrientes y afables, de que la vida es fácil y sencilla a pesar de los problemas que no llegan a tanto gracias en parte al influjo positivo del efecto de la simpatía, sucede, decía, que al cabo de unos días, en los que la casualidad ha hecho que una de esas personas y yo coincidamos en una esquina, o en la cola de otra tienda, o en la fila india de la silenciosa espera para ser atendido en la ventanilla del banco, o en la misma puerta del establecimiento en el momento que éste se dispone a cerrar, el resultado derivado de nuestros anteriores encuentros ha sido un mutismo y una falta de atención, una enfermiza desgana con tendencia al desconocimiento, una ausencia de desearse buenos días o buenas tardes o dedicarse un vaya usted con Dios, al menos, tal que no puedo menos que quedar desconcertado y sentirme, como dice la canción de Amaral, solo en medio de un montón de gente. Pocas veces como cuando me pasa algo así siento lo vulnerable que soy a la inercia de una manera de vivir que parece haberse confundido conmigo y haberme metido en el paquete de un tiempo distinto al que me correspondía en el momento de ser puesto sobre la tierra.

Sé que vivimos en una sociedad desorientada debido en parte a un individualismo fomentado por las absurdas formas en las que el éxito nos está siendo envasado y presentado para su fácil consumo, centrando en ello el sentido de la existencia, aspirando cada uno de nosotros a los diez o quince minutos de fama que Andy Warhol auguraba para nuestros días. No lo descarto, como si éste, el individualismo, se tratara de una opción mala y repugnante, siempre y cuando no sobrepase la esquizofrénica frontera de la radical obcecación. Muy al contrario me encanta la soledad debidamente acompañada, en esa justa medida que aporta serenidad y templanza, y una cierta independencia que no llegue al extremo de la egolatría. Detesto los convencionalismos, las generalizaciones y los refranes con los que se pretende dar muestras de una verdad con bases tan sólidas como poco fiables, con ese tono sentencioso que no da más posibilidades y que trasluce el freno con la fuerza de la ley que impone la superstición, tras la que se esconde una trampa mortal para el individual desarrollo del sentido crítico. También puede conmigo que alguien trate de derivar una charla hacia asuntos personales que no vienen a cuento, cuando menos te lo esperas, o que traten de convencerme de qué es lo que se lleva o lo que no. Huyo del gregarismo, que considero como la peor de las maneras de recaudar adeptos para engordar el ego de quienes ven en la charlatanería una válvula de escape con la que dar rienda suelta a sus complejos, que solo son capaces de saciar llevando a cabo un cierto espíritu sectario, para luego darles, en el momento menos pensado, la espalda a quienes apoyaron su causa pensando que valdría la pena, o que simplemente lo hicieron por ignorancia o por miedo a ser diferentes, siendo engañados por su inocencia. Envidio la capacidad que algunas personas tienen para definir sus intenciones y manifestarse de brillante manera ante cualquier vicisitud o contratiempo, o explicando cuáles son sus planes y pensamientos, para todo lo cual es indispensable un cierto margen de retiro, de exilio voluntario en el convento de la reflexión, del sano meditar del que sacar fuerzas para enfrentarse al torbellino de la vida. Pero de ahí a no mirarnos a la cara, al desconcierto y a la aparente falta de rumbo cuando nos quitan la manzana de la boca, va un trecho difícil de salvar si no se echa mano de una coraza tan fuerte como para no querer enterarte de nada ni querer saber nada de nadie más allá del utilitarismo relacional entre personas, manifestante de una endémica grave crisis nerviosa, encerrándote en tus asuntos de una manera próxima a un provocado autismo con el que tratar de combatir el envite de la realidad, cosa a la que me niego porque del mismo modo sé y estoy convencido de que existe una salida, a pesar de que, como dice Felix de Azúa, las medicinas que nos venden agravan la enfermedad que padecemos, pudiendo tratarse dicha enfermedad, o una de las que nos acucian, del afincamiento en una insularidad personal desprovista del sano juicio de los saludables -salud dar- hábitos de creer en los demás.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    ¡Saludar o tener una sonrisa para los demás debería ser lo más fácil y natural... pero no siempre es así!
    Las prisas, las preocupaciones de cada cual, la falta de cortesía, el aislamiento, el anonimato... son tantas las cosas que a veces nos hacen ser maleducados.
    Y es que es tan difícil situarse en el punto justo...
    Salu2.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Dyhego:

      El punto justo creo yo que tiene mucho que ver con la mirada interior. Es desagradable, pero sucede, que le vamos a hacer, otra lucha, otro pequeño detalle tras el que se esconde más de una explicación.

      Salud.

      Eliminar
  2. Querido Clochard,vamos perdiendo VALORES HUMANOS y a cambio nos vamos sumergiendo en nuestro egocentrismo para quizás sentirnos erróneamente más protegidos por esta desconfianza que mamamos cada día,que no nos damos cuenta que con eso perdemos algo de nuestra propia identidad.Me encanta volver a salud-arte y mandarte un gran abrazo-salud-dos...!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Amoristad:

      Ayer leí unas páginas en las que la escritora Doris Lessing explica la forma en la que se nos ha encauzado hacia la competición teniendo en cuenta cómo hemos sido educados, y me quedé pensando en la influencia que todo eso tiene con respecto al sencillo gesto de un saludo, o a la permanencia de los actos cívicos más comunes, ya que parece que vamos como las flechas hacia la diana, sin pensar en nada, sin darnos cuenta de todo lo que nos perdemos y perdiendo el contacto hasta con nosotros mismos.

      Mil abrazos.

      Eliminar