jueves, 13 de junio de 2013

El tuerto es el rey.




Me decía esta mañana un amigo que en "esta ciudad ciega" podríamos ser los reyes tan sólo con hacerlo medio bien. Se refería a montar un negocio y a que limitándonos a ser los tuertos lograríamos que las cosas fuesen sobre ruedas, superando las expectativas de cualquiera, pudiendo llegar a ser los primeros del irritante escalafón que como una vara de medir actúa en todas las ciudades: los mejores, el no va más. El caso es que después de un breve silencio hemos comenzado a reírnos y a decir que podría ser así, pero que ni a él ni a mí se nos pasa por la cabeza semejante pérdida de tiempo. Tampoco andamos, al menos yo, muy comprometidos con las causas que requieran de enconados esfuerzos en beneficio de déspotas y poco cualificados empresarios con complejo de Napoleones de barrio.
Es triste pensarlo, pero hay algunos que se las van dando de genios y artistas cuando en el fondo sólo ejercen con relativa solvencia técnica un oficio y para de contar, y se dedican al exhibicionismo porque el respaldo económico del papá que no puede consentir que de su hijo se diga menos se lo permite. Estos a los que me refiero son especialistas en echar a rodar proyectos que si bien se miran no pasan de ser negligentes copias de algo que ya existe desde hace mucho tiempo, imitaciones de lo que para un maestro no llegaría a mero boceto apto para el descarte. Igualmente se dedican a acaparar, con suprema cobardía, toda idea que no sea suya y a esgrimir discursos en torno a la dificultad implícita en la ciencia que desarrollan, dando a entender que lo que hacen es cosa de elegidos, como si lo que se traen entre manos fuera algo para lo que hay que estar especialmente preparado.
Esto está pasando mucho en el oficio de la hostelería, que es el mío, cada día más corrompido, desdichadamente inculto y poco agradecido con quienes desean aportar nuevos valores que nada tengan que ver con el embrutecimiento de los rudimentarios métodos de la escuela clásica, ni con la ristra de fotocopiadoras en serie en la que se ha convertido todo aquello que se abre con el cartel de hijo de la vanguardia en la puerta. Las etiquetas hacen daño, matan la originalidad y atrofian la capacidad de investigación cuando se imponen como inexcusable proceder de alguna época. En realidad, hoy en día, para lo que hay que estar realmente preparado es para trabajar con estos demagogos y soportar el reguero de sandeces basadas en la poca propiedad con la que transmiten lo que quieren hacer, debido a la preocupante ausencia de base en sus criterios, ya que desde el principio, y muy en contra de lo que proclaman, su preocupación máxima ha sido llegar, salir en la foto, presentarse a un concurso amañado y tirar de talón para que la crítica haga su trabajo sin salir del despacho.
Una de sus especialidades es la fraudulenta puesta en escena de un curriculum en el que destaca que han estado dos años con determinado chef de influencia internacional, cuando lo que bien sabe uno es que lo que han estado haciendo en esas cocinas ha sido desear con neurótica insistencia que terminase el calvario lo antes posible a lo largo de todas y cada una de las jornadas en las que fueron puestos a prueba en fogones de primer nivel, con el mismo anhelo que un presidiario, porque se les ven en el plumero las pocas ganas y el poco talante y talento y afición y por ahí. Luego suelen jactarse de su modernidad, de lo que de ellos dice la prensa, la televisión local o la emisora de radio del pueblo, también comprados. Son los primeros en bufar cuando se enteran de que se encuentra próxima la llegada de alguien de fuera con nuevas ideas debajo del brazo, y no pierden ni un minuto para, en lugar de comparar, aprender y enriquecerse de y con la competencia, tratar de poner todas las zancadillas posibles con tal que esos recién llegados fracasen. Siempre ha habido quien se ha empeñado en diseñar un halo de dificultad en torno a sus mínimas capacidades con el único objeto de hacerse notar. Suele pasar en los pueblos y en las pequeñas ciudades, en los sitios en los que se mitifica a todo aquel que haya salido del cortijo una temporada. Mi amigo me ha vuelto a recordar que no deje de leer a los clásicos, y una vez más ha insistido en el "Elogio de la locura" de Erasmo de Rotterdam. ¿Por qué será? 

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Acabo de leer "El gatopardo". En varias ocasiones se cita la célebre idea de que "hay que cambiarlo todo, para que todo quede igual".
    Se puede aplicar a tu profesión (y a todas) porque todas ellas malviven bajo la tiranía de los neologismos.
    Una crema "al" huevo (de Colón) desconstruída con patatas glasseadas no es más (ni menos) que una tortilla de patatas, aunque hayan calentado el aceite con un soplete, hayan batido los huevos (con perdón) en un mortero de diseño y hayan pelado las patatas con hilo de seda...
    En mi profesión, las "competencias básicas" no son más que lo mínimo que deberían saber los críos: "competencia matemática" que parece que es el recopetín de Bullas, es que los zagales sepan sumar el número de wasas que se pueden mandar durante una clase.
    En fin, cuanta más rara sea la palabra, más éxito.
    Salu2 exitosos.

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    1. Dyhego:
      El gatopardo es una novela que lleva conmigo bastante tiempo, siguiéndome, de maleta en maleta, y algún día le dedicaré el tiempo merecido. Lo que quiero manifestar en esta entrada es mi disconformidad ante la conformidad de aquellos que sólo aspiran a ser los reyes en el país de los ciegos porque con ser tuertos tienen bastante; y en mi oficio, como en todos, pues pasa y me duele porque se esá generando la mediocridad que no ve más allá de la venda de sus ojos.

      Salud.

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  2. Creo que en el equilibrio está la virtud,que ni todo lo nuevo es la panacea ni que cualquier tiempo pasado fue mejor,ni la continua disconformidad ni el apego al conformismo.Por qué nos empeñamos en quererlo cambiar todo,hagamos lo que realmente nos nazca y nos haga felices haciendo lo mejor posible y respetando al prójimo,he dicho y punto pelota...Un abrazo equilibrado!!

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    1. Ha dicho usted muy bien, Amoristad. Ahora, que en el país de los ciegos se vanaglorie el tuerto de ser el rey, y pretenda con ello dar ejemplo, es para tirarse de los pelos.

      Mil abrazos.

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