martes, 25 de junio de 2013

Espíritu de resistencia.




Suele decirse que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando llueve, aunque en mi caso parece que tenga que caer el diluvio universal para que eso suceda. Esa curiosa mezcla de desgana, despiste, holgazanería, crónica ensoñación y desidia conduce a que nos acomodemos en una serie de promesas que aún sabiendo que no serán cumplidas resultan imprescindibles para continuar manteniéndonos vivos. Es tan cómodo dejar las cosas para mañana. Aquellos que no gozamos de los beneficios de la disciplina personal, para servirnos de ella en la práctica utilitaria del día a día, nos perdemos por el camino de las propuestas y de las ideas, que sin dejar de ser buenas lucen una fragilidad a prueba de bombas. Ocurre lo mismo con nuestra mala salud de hierro. Los que pertenecemos al clan de los perezosos nos quitamos del tabaco varias veces al día, nos juramos que de hoy no pasa, pero minutos después cualquier excusa es nuestro salvoconducto para responsabilizar a las musas del tabaco de la postergación del decisivo momento en el que plantearnos un ultimátum. Otra de nuestras características es que dirigimos nuestra existencia como si ésta estuviera guiada por deseos y caprichos que urge complacer. De ahí que seamos cabezones, y por raro que pueda parecer también seamos capaces de hacer lo que nos proponemos, pero ese algo nos tiene que enamorar. Por eso, y a pesar de nuestro desorden, cuando limpiamos lo hacemos a fondo, cuando nos da por un autor es casi lo primero que pensamos al despertarnos, y cuando queremos decir algo no se demoran demasiado las palabras en salir de nuestra boca. Puede que el anhelo de la libertad haga que caigamos con frecuencia en no pensárnoslo dos veces a la hora de salir corriendo o de quedarnos parados haciendo gala de la vida contemplativa. Nos apañamos con cualquier cosa y somos de los que llevan a su extremo la máxima según la cual no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita.
Con una combinación derivada de estos ingredientes mi casa se ha convertido en un pequeño poblado en el que convivo con un serie de pequeñas averías que definitivamente se resisten al desastre final. En el otro plato de la balanza se encuentran mis reducidas ganas de ponerme manos a la obra con alguno de esos arreglos domésticos. Porque, claro, todo continúa más o menos funcionando y eso le proporciona a uno la tregua de permitirse el lujo de pensar en otros asuntos. Por una especie de maldición, congénita a mi escasa habilidad con los cables, hace tiempo que, cuando menos me lo espero, no puedo disfrutar de los tres o cuatro programas de televisión que me interesan, pero como todo parece depender de la suerte me dejo llevar por la emoción de no saber si podré ver lo que quiero hasta el último momento. La tuerca que aprieta el soporte de la bombilla del flexo que ilumina mi escritorio anda suelta, y lleva varios meses sujeta con la ayuda de la capucha de un bolígrafo Bic a presión entre dos ruedecillas. De las tres cerraduras, de la puerta de entrada al apartamento, una de ellas tardó poco en quedar inservible; semanas más tarde cayó la segunda; pero aún queda la principal, la de toda la vida, de modo que no hay de qué preocuparse. Tengo un radio despertador en el que cada noche escucho la emisora que podrá ser sintonizada esa madrugada, puede que una puede que otra, porque lleva tantos años conmigo que las voces que de él emergen se parecen a las de un transmisor de esos que se utilizaban en la Segunda Guerra Mundial, salpicando las entrevistas con interferencias e inesperadas detonaciones en forma de chasquido. El buzón situado en el portal, ése que he de vaciar de publicidad un par de veces por semana, se encuentra literalmente abierto; el bombín de su cerradura no encaja bien y no ofrece la menor resistencia para los curiosos. Pero de todo surge una especie de espíritu de resistencia, un cálido abrazo de estoicismo que arropa mi pereza y alimenta mi despreocupación. Se le ofrece así a uno la posibilidad de hablar con las cosas que le rodean, de pedirles por favor que no decaigan, y cuando alguien viene de visita, y para que quede entre nosotros, todo suele funcionar a la perfección y no hay nada que dé la sensación de pedir a gritos un recambio.


2 comentarios:

  1. Clochard:

    Siempre me ha resultado curioso que, mientras los "caóticos" gozan de una envidiable fama, los "ordenados" pasan al grupo de psicópatas, nazis y demás ralea.

    Siempre se ha dicho que el orden y el desorden reflejan las tendencias de nuestra personalidad.

    Por último, los ordenados tildan de irresponsables a los desordenados y éstos creen que aquellos son intransigentes.

    Cluqaiurea sbae.
    Slua2.

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    1. Dyhego:
      Un poco de la filosofía aristotélica, según la cual la virtud se encuentra en el término medio, viene bien en estos casos. Ni calvo ni siete pelucas. Lo importante es saberse una cosa u otra y contrarestarlo con buenos hábitos que no supongan una tortura para la personalidad, buscando el equilibrio de la holgazaneía y el romanticismo con sentido. Todo tiene su gracia; no hay nada más anarquicamente bello que el orden del desorden.

      Salud.

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