Nulla dies sine linea

Como cada nuevo año, éste viene cargado de propósitos, de intenciones, de proyectos, de ideas que nos prometemos poner en práctica. Además de los consabidos planes para dejar de fumar, que una y otra vez han fracasado en nuestros labios, existen otros tanto o más atractivos, pequeñas cosas con las que amenizar la vida, con las que ponerle el terrón de azúcar necesario a la existencia. Existen propuestas fáciles y difíciles, imposibles y no tanto, congruentes y disparatadas, de todo un poco. Suelen aparecer dichas nociones de renovación justo cuando uno acaba de abrir los ojos, a eso de las primeras horas de la mañana, cuando aún no se imagina lo que le viene por delante, cuando es más fácil soñar despierto o hacerse cábalas sobre lo diferente que sería el mundo de otra manera. Es entonces cuando un misterioso mecanismo se encarga de fortalecer las paredes de la imaginación y hacer de ellas la coraza contra los incendios del alma, allá dónde el espíritu encuentra fuerzas de entre los escombros de la flaqueza, para seguir tirando, para ponerse las pilas como se viene diciendo en los últimos tiempos, y acaba uno por resolver la ecuación de la manera menos premeditada: con un encuentro, con la mirada puesta sobre unas cuantas palabras escritas en un cuaderno que hay junto al teclado en el que ahora escribo, en una de cuyas hojas he encontrado escrito nulla dies sine linea.