lunes, 13 de enero de 2014

Sobre la mesa




Hay qué ver con que frecuencia desdeñamos la fuente de aprendizaje que constituye la lectura de una novela. Hace un par de años un crítico gastronómico me decía con plena seguridad y convencimiento que a él ya no le llamaba nada la atención la lectura de novelas, que eso era cosa de jóvenes, de otra época en la que la mente está a la espera de otro tipo de incentivos y detalles, apostillando con cierta sorna que él ya no se encontraba para esos entretenimientos. Poco tiempo después me sucedió lo mismo con un par de periodistas, también del gremio de los que se creen en posesión de la verdad absoluta en lo que a gustos y placeres del paladar se refiere: para ellos la atención sobre una novela no encerraba ya ningún tipo de interés ya que a la hora de encontrar satisfacción en la lectura se sentían atraídos por otra suerte de manuales,  libros más técnicos, no tan superficiales como una novela, se atrevieron a decirme. Hubo también un redactor jefe, ahí es nada, de un importante diario del norte de España, que no es que no leyera novelas, es que directamente confesaba no tener tiempo para leer nada de nada, ni parecía que estuviera dispuesto a encontrarlo. Al final de todas estas conversaciones me dio la impresión de no haber abandonado mi primera juventud, pero con el inconveniente de no poder disfrutar con ellos, con estas personas por cuyos estudios confieso sentir una profunda envidia, de ésto, de mantener todavía viva la ilusión por vivir varias vidas sacadas del interior de una historia cualquiera como cuando uno era un adolescente, como si ello fuera el síntoma de una incongruente e imperdonable inmadurez a estas alturas, a pique de escuchar aquello de zapatero a tus zapatos. Digo esto porque es frecuente que cuando uno no ha salido del amor confeso hacia esa clase de lecturas que cuentan historias, que lo sumergen en otro mundo, en otro país o sociedad, en otra cultura, o directamente en un planeta inventado que nada tenga que ver con este que pisamos,  encuentre cada día mejores y más poderosas razones para seguir creyendo en las virtudes docentes de una novela, lo diga quien lo diga y se pongan como se pongan quienes han sido engullidos por el tormento de las prisas; y una vez más me encuentro en esa ordenada tela de araña que supone toda buena arquitectura argumentativa, en esta ocasión de la mano de Elena Poniatowska en La piel del cielo, novela en la que uno se siente bastante cerca de las inquietudes de una serie de jóvenes del México de la primera mitad del siglo XX, y del espíritu de justicia que siempre ha estado del lado de algunos buenos hombres. No sé por qué pero hoy tenía ganas de contar esto, debe ser porque esta misma mañana me han vuelto a sacudir el oído con declaraciones que parecían ya extinguidas de mis conversaciones y que han vuelto a recordarme que había una hermosa novela esperándome sobre la mesa.


2 comentarios:

  1. Es la estrategia del necio: desechar lo que no entiende.
    Salu2, Clochard.

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    1. Desde luego, Dyhego, y abunda entre nosotros esa especie...jajaja

      Salud

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