sábado, 18 de octubre de 2014

El corazón de los valientes




Vuelve uno a lo mismo, asaltándole las mismas cuestiones, los mismos temas que sin la necesidad de la recurrencia se asoman por la ventana de la mera realidad y se envuelven en ella como una tela de araña sobre la que las circunstancias y el destino de muchas familias quedan atrapadas; vuelve uno a los mismos pensamientos que lo arrastran hacia un sentimiento de culpabilidad y de conmiseración, de pena y de fracaso, con el que le da vergüenza propia y ajena pertenecer a este mundo tan lejano del que soñaba cuando era un niño, cuando el único motivo posible para un largo viaje, a uno de esos lugares de nombre exótico por no haber sido nunca escuchado, era la persecución de un descubrimiento, la tentación de la aventura, el sentido mismo de la vida. Vuelve uno a una pegajosa rutina de la que se contagia en cuanto se despista, atrapado por una serie de hábitos consumistamente absurdos que desembocan en la irracionalidad de la pérdida de tiempo y de dinero, en el insensato entretenimiento del despilfarro, mirando para otro lado, acostumbrado, impasible ante la instantánea de miles de emigrantes con cara de asustados. Vuelve uno a la misma panorámica cada vez que vuelve a disponer de la posibilidad de poner un pie en la calle, en su calle, con ese matiz posesivo con el que parece que nos sentimos más seguros, más en nuestro sitio, y vuelve a los mismos destellos del ordinario espectáculo del lado oscuro de la vida, a la presencia de olores y de sonidos conocidos, a una preocupante naturalidad en la observación de algunas aberraciones que le ponen a uno en guardia y le avisan a cerca del peligro de esa comunicación directa con el detrimento de la capacidad de asombro, tan necesaria para captar el continuo cambio de la existencia, para lo bueno y para lo malo, y sin la que de manera irrefrenable aparecen los primeros y sospechosos síntomas de la falta de conciencia. Vuelvo, asiduamente a la misma imagen de hombres y mujeres separados que mantienen una conversación mediante una de las pantallas de ordenador de un locutorio: mujeres que toman en brazos a un  niño y se lo enseñan a un padre amargado por las inclemencias de la realidad en un país que no es el suyo y al que ha venido a buscarse la vida, a buscarles la vida a distancia a sus seres queridos. Imágenes que delatan la desolación, la falta de criterio en la toma de decisiones por parte de los gobernantes, el desamparado límite de la actual situación de miles de refugiados y de exiliados políticos y de padres o madres de familia que atraviesan Europa en autobús; miles de ciudadanos abocados a trasladarse a miles de kilómetros de distancia con miles de miedos y de recuerdos, con miles de propósitos y de incertidumbres y de esperanzas fundadas en la creencia de un dios que se encuentre de su lado; miles de personas que, sin previo conocimiento del idioma del lugar al que se dirigen, abandonan sus hogares porque no les queda otra, salvo darlo todo por perdido, y salen de sus países sin noticias ni conocimiento, sin una mínima idea de lo que les espera, sin más argumentos que esa huida hacia delante que forja el corazón de los valientes.

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