lunes, 13 de octubre de 2014

El señor de la bolsa




Hay personas con las que uno se cruza en diferentes lugares a lo largo de su vida, como atraído por un misterioso magnetismo que le va dando las pistas para la composición de un relato, andando siempre atrapado por el confesable vicio de ir imaginándose los pormenores de la existencia de los seres con los que se topa en cada esquina. Hace unos cinco o seis años vi por primera vez al señor de la bolsa. Se encontraba sentado junto a la mesa central del locutorio de la calle San Fernando, el más cosmopolita de Sevilla, desplegando una serie de papeles que iba sacando de una especie de saco, una de esos macutos a cuadros que venden en los hiperbaratos establecimientos regentados por familias orientales; unos eran como planos de edificios, líneas que configuraban en mi imaginación las labores de un arquitecto, otros tenían el aspecto de viejos manuscritos, de misivas enviadas desde un otro mundo perteneciente a lo lejano, a lo pasado, a lo quedado en el tintero; pero su aspecto, más bien desaliñado, no daba pie, siempre las apariencias, las malditas apariencias, a pensar en un profesional en activo del diseño o de la historia sino más bien en la de un buscador de tesoros, en uno de esos seres curiosos que andan siempre tras la huella de determinados detalles para saciar su curiosidad en torno a un tema. Meses después volví a coincidir con él, en la biblioteca Infanta Elena, la del Chile sevillano, donde continuaba enfrascado en las mismas cuestiones, rascándose la cabeza cada vez que despegaba su  mirada de aquella encrucijada de líneas que para mi ya empezaban a ser las de un castillo lleno de fantasmas. Salí de esta ciudad y, al regresar al cabo de un año, encontré de nuevo su figura en el corazón de esas arterias callejeras llamadas Sierpes, Velázquez, Tetuán, Rioja, San Eloy e Imagen: en la Campana; con su bolsa, esta vez transportada en un carrito como los que utilizan los músicos del asfalto para llevar sus amplificadores, y con su rubicundo y fornido semblante, con la opulencia de los hombres alemanes que han bebido mucha cerveza a lo largo de sus vidas. A pesar de ser invierno parecía no haber abandonado aún su indumentaria veraniega, parecía no preocuparle el frío ni la humedad, debían de ser otras sus cavilaciones, su mirada seguía incesantemente clavada en el mar de dudas de sus asuntos, dirigida a los tejados y a los adornos de la parte inferior de los balcones. Meses más tarde tuve la ocasión de coincidir con él en la biblioteca provincial de Huelva, en una etapa de mi vida en la que la literatosis me tenía comido hasta los huesos, y entonces empecé a tomarlo como algo normal; tanto fue así que me acerque para fisgonear cuáles eran los libros con los que compaginaba sus averiguaciones: manuales de arte de diferentes épocas y códigos legales formando una torre junto a la que ahora reposaba su lupa. Salí de allí en dirección a Asturias, y en cada sala de estudio a la que acudía iba sospechando que cualquier momento era bueno para presenciarlo de nuevo afanado en el despliegue de sus cartuchos repletos de planos y en la minuciosa lectura de la letra pequeña de aquellos ejemplares cargados de leyes. Ayer, mientras Trajano abajo me dirigía a mi casa, con la más que probable posibilidad de pararme a tomar unas cervezas en Casa Joaquín, fui sorprendido por la imagen del hombre de la bolsa abriendo la puerta principal de un majestuoso edificio situado en esta misma calle; corría la gran puerta de la entrada sin apenas esfuerzo, deslizándola como si sus bisagras hubieran sido engrasadas con el más depurado de los aceites para tales fines, y entró con el sigilo de los gatos que saben que obtendrán la recompensa de la caricia en el cogote, como con muchas ganas de ver a alguien. Una de las primeras cosas que me he propuesto hacer hoy nada más levantarme ha sido pasear por las inmediaciones de la casa del señor de la bolsa, y lo que me he encontrado ha sido la fachada en ruinas de un antiguo edificio con aspecto de sala de fiestas de los años treinta o cuarenta: lo que siendo en aquella época el Salón de Variedades Lido fue, al segundo día del alzamiento militar, transformado en centro de detención y en dependencias comisariales durante los años de la incivil guerra española.

2 comentarios:

  1. Hay personajes que nos sorprenden para bien. A veces pensamos mal.
    Es un arte el que tú tienes para descubrir personajes.
    Salu2, Clochard.

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    1. La calle está llena de esos personajes, nosotros mismos formamos parte de dicho elenco..jajaja

      SALUD, Dyhego

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