viernes, 31 de octubre de 2014

Temprano





Pasear muy temprano, a esas horas en las que la madrugada se funde con el amanecer, cuando las primeras claridades son como el presagio blanquecino de la leche con la que será acompañada el desayuno, por las calles que rodean la alameda de Hércules de Sevilla, hasta llegar a la calle Feria e introducirse en su mercado, es uno de los placeres accesibles en esta ciudad. A medida que uno avanza se va acordando de Cháves Nogales y de Jesús de la Rosa, de Juan Belmonte y de Gustavo Adolfo Becquer; a medida que uno avanza va oliendo a café en cada esquina y nota cómo se activa el mecanismo del monólogo interior: esa voz que se encarga de ir insinuando la posibilidad de encadenar varias frases a medida que se van describiendo los detalles del trayecto, la poesía del camino, el diálogo con las luces y las sombras del paseo. La gente bulle silenciosa de un lado a otro, todavía casi dormida, recién levantada, con esa cara de ducha y de loción de afeitar, con esos gestos de paulatino calentamiento, con esa inercia no carente de un cierto automatismo que nos lleva de aquí para allá a cada uno con nuestros asuntos. La claridad va apoderándose del cielo al compás de los sonidos que el día trae debajo del brazo. Siempre me han llamado la atención las secuencias de diferentes ruidos propiciados por el transcurrir de las horas: ese tipo de melodías urbanas que hacen que pueda uno adivinar casi con exactitud qué hora es sin necesidad de mirar el reloj, como cuando en determinado momento de la noche se escucha el tránsito de los tráilers que vienen a descargar al mercado o a los grandes almacenes de la plaza del Duque; o como cuando los chirridos del camión de la basura se entrometen en la acurrucada lectura con la que se coge el sueño; o como cuando tras un buen rato de matutina caminata se empieza a escuchar el traqueteo de las sillas y las mesas de las terrazas que se están montado en el exterior de algunos bares.
Caminar sin más propósito que el mero goce de la observación de cuanto a uno le rodea es una de las mejores maneras de sentir el lugar en el que habita, una forma de descubrir lo que más cerca tiene, y para eso nada como aprovechar esas mañanas en las que la ausencia de obligaciones da paso al devenir de la holgazanería y al puro placer de dedicarse estrictamente a lo que a uno más le gusta: a mirar, adivinar, imaginar, observar, oler, palpar con los ojos y literalmente no hacer nada. Introducirse en el mercado de la calle Feria es como sumergirse en un mundo a parte, en un laberinto de aromas y de puestos y de personas afanadas en la colocación de los productos, de las frutas, hortalizas y pescados, de los encurtidos y las especias, de las carnes, los cereales, las legumbres y las mermeladas; de las tortas cubiertas con azúcar, las barras de pan y los tarros de aceite de oliva; hay tanto colorido, tantos detalles en ese trajín, que le dan a uno ganas de pararse a tomar notas sobre todo aquello que le resulta curioso o interesante, pero son tantas las cosas que acaba siendo la memoria fotográfica la encargada de pararse ahora a recaudar a penas un suspiro de lo respirado con el único consuelo del regalo de oxigeno perfumado que recibieron los pulmones.
Tiene el mercado de la calle Feria hoy en día el aspecto de lo que conoció tiempos mejores. Hay una nave central tan colmada de puestos de pescadería que le da a uno la sensación de encontrarse en una lonja, pero no todos se encuentran abiertos al público; como algunos de los bares en los que antaño se servían cientos de desayunos y ahora mantienen sus carabinas cerradas y una quieta apariencia de abandono propia de los lugares que han sido desalojados por todo el mundo al mismo tiempo. Las señoras, las mujeres de sus casas, esas almas benditas que llevan muchos años trabajando sin más recompensa que el aliento que les da su amor propio para continuar en esa encarnizada y resignada lucha en ocasiones cargada de abnegación y orgullo, llevan de sus brazos las bolsas de las que sobresalen manojos de acelgas y envoltorios de capiruchos llenos de pescado; los vendedores se divierten gastando bromas al tiempo que recitan de memoria las virtudes de su oferta, dando de carrerilla consejos para elaborar un guiso con aquello que ofrecen, conservando algunos de ellos aún ese lápiz en la oreja con el que rematarán la venta haciendo la cuenta en un papel cualquiera de periódico que tengan a mano. El colorido del mercado, la vida misma, el lienzo del presente en el maravilloso e histórico escenario de la calle Feria ha sido mi desayuno esta mañana.

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