jueves, 27 de agosto de 2015

Nube de arena.


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Uno de los placeres de la vida que debería ser accesible a todo el mundo es el de la dedicación al trabajo. Creer en lo que uno hace, volcarse en su oficio hasta hacerlo parte de la pura existencia goza del beneficio del desarrollo personal y de los campos abonados con las semillas de la creatividad. No siempre sucede que uno se encuentre al cien por cine a la hora de llevar a cabo los más sencillos planes y proyectos, no todos los días sale el sol sobre el horizonte de la inspiración de la misma manera; unas veces por unas cosas y otras por otras, y sin saber ni cómo ni por qué, tropezamos en una raya dibujada en el suelo, pero después de esto nos queda volver a intentarlo, recapacitar y redescubrir la fortuna de quienes tenemos un empleo y además nos sentimos cómodos ejerciéndolo. No corren buenos tiempos para la lírica en este asunto, en parte por la velocidad de la luz de la vida, en parte por el frenético ritmo de producción, por la imperiosa necesidad de cubrir huecos y de la relación directa que esto conlleva con la subsistencia, con tener que ganarse la vida sea como sea y al precio que sea y con el tipo de contrato que sea y en las condiciones sanitarias que sea y por ahí todo seguido hasta el final, como diría Francisco Umbral. Tampoco ayudan demasiado las circunstancias para que las personas se conquisten a sí mismas para poder establecer una base segura de su personalidad, cultura y creencias, hasta el punto de que todo este galimatias se acaba convirtiendo en un provechoso negocio para quienes tensan y destensan los hilos de las marionetas del concierto, y sálvese quien pueda. Eso da como resultado que no todo el mundo esté en su sitio, hasta el punto de que son muy pocos los que lo consiguen; a parte de que tampoco es que esté el horno del esfuerzo para bollos. También, y dicho sea de paso, somos muy cómodos, hablando de quienes pueden y no quieren, y se nos pasa por alto la importancia de llenar el hueco de la sabiduría, del continuo aprendizaje, sin el cual, como dice Vicente Verdú, el pensamiento degenera en cálculo. Acumulamos el lastre de tener como referentes a quienes no le pegan un palo al agua, a quienes con poco consiguen mucho y de mala manera, engañando, abusando y deteriorando el clima más aún de lo que está, de manera que esta sociedad se encuentre ya a punto de tirar la toalla en sus aspiraciones de llegar a ser una sociedad avanzada. Queremos ser como quienes no hacen nada. Llevamos décadas riéndonos de quienes estudian mucho, peyorativamente llamándoles empollones, y tildando de aguafiestas a todos los que nos piden el favor de apartarnos de sus puertas a la hora de hacer un botellón. Las cuentas no fallan: una clase dirigente afín a la época, con capacidad de a base de proselitismo adaptar al rebaño a los medios a emplear para obtener fines vergonzosamente justificados. La serpiente que se muerde la cola. Una de las imperiosas necesidades es la de que se nos meta en la cabeza que no podemos sentirnos orgullosos precisamente de logros que hayan sido conseguidos a base de lo fácil, de una total falta de consciencia y plena ausencia del sentido democrático cada vez que comulgamos con ello arrastrándonos tan bajo como para encima pensar que estamos actuando correctamente. No. Como punto de partida, y para conseguir algo, hemos de inculcarnos los unos a los otros la idea de que es necesario considerar el esfuerzo y valorar la dedicación de quienes realmente nos pueden ayudar a abrirle paso al sol en mitad de esta nube de arena.  

2 comentarios:

  1. ¡Ojalá todo el mundo pudiera disfrutar de su trabajo!
    Cuando tengo la tentación de quejarme del mío, pienso en todo lo positivo que me aporta, y me animo.

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  2. Eso es síntoma de buena conciencia, una sana manera de ver las cosas, de nadar en el presente. Me alegro de compartir esa visión.

    Salud, Dyhego.

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