jueves, 3 de septiembre de 2015

La mirada del alma


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Salgo a  la calle y lo primero que escucho son los acordes sobre un piano de una bella melodía interpretada por uno de los estudiantes del conservatorio junto al que vivo. A través de las ventanas de sus habitaciones se escucha la respiración de los sonidos, la pulsación del corazón de las notas, el silencio de seda con el que se trufan las composiciones. Esto es ya de por sí un regalo caído de este cielo de septiembre, a veces nublado y a ratos de un resplandeciente azul que lo abarca todo. Salgo a la calle y mis pensamientos se topan con los de Mr Sammler, como si me encontrara paseando por mi particular Nueva York en este barrio de San Lorenzo. Casi sin aviso, debido a esa inercia con la que el pensamiento me lleva hacia el influjo de la última lectura, pienso en Pierre La mure, en Mona Lisa y en la Florencia del siglo XV, y empiezo a darme cuenta del parecido que deben de tener las calles de Sevilla con muchos de los rincones de Italia. Los detalles de estas  fachadas en las que no es difícil que nos sorprenda la pequeña aparición de un dragón esculpido en piedra cuyo significado trato de averiguar para acabar inventándome alguna conjetura basada en un rito, en una costumbre o en una simple superstición de otra época. El mundo recién pintado, el encanto y el atractivo de las cosas al servicio de mi contemplación, como el de cada uno de los detalles que rodean mi deambular; ese señor que tira de la cuerda a la que va atado su perro, ese otro que va hablando muy fuerte por teléfono y gesticula como tratando de convencer a alguien de la imperiosa obligación de llegar a una hora determinada, ese repartidor que sube y baja de una camioneta con un manojo de albaranes sobresaliendo de uno de los bolsillos traseros de su pantalón, ese camarero que se toma un respiro fumándose en una de las esquinas de la Alameda de Hércules un cigarrillo en unas ansiosas pocas caladas, la congoja de una pareja que discute por una tontería, la alegría de quienes se saludan después de muchos días, el cuidado con el que una anciana camina ayudada por uno de esos carros con los que mantenerse a salvo de un tropezón, el olor a detergente que desprenden los bares cuando se están limpiando, la tostada rociada con aceite de oliva que me espera en el Solito posto. El sentido de la vista determina en estos casos el pensamiento e induce al monólogo interior. También agudiza la conciencia para tomar partido a favor de la gratitud, de la suerte que corre uno de ser testigo de cuanto acontece sin que haya florecido aún sobre mi cuerpo ningún achaque que revista más gravedad que la de la aparición de los más comunes síntomas de quien se pasa todo el día de pie. Porque como decía Alejandro Dumas padre, la mirada del cuerpo puede olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre.

2 comentarios:

  1. El bueno y difícil mirar con los ojos del alma. Los ojos de la cara suelen indicarnos qué mirar.

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    1. Es lindo el mundo recién pintado de cada mañana, y la posibilidad de poder contemplarlo.

      Salud, Dyhego.

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