lunes, 2 de noviembre de 2015

Las apariencias

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No hay nada como disfrazarse de estudiante. Para mi es este un hábito que frecuento con la facilidad con la que cada día me visto de lo mismo cuando no me pongo el uniforme del trabajo. La indumentaria de la vida, la que gastamos y con la que vamos de un lado para otro, la que se encarga de cubrir la piel de aquel que llevamos dentro mirando las cosas y dándose cuenta de lo que pasa, reparando en los detalles, haciéndose preguntas mientras sus ojos se clavan en un suceso cualquiera por trivial que este pueda parecer, esa indumentaria con la que nos desplazamos en el mar de la calle y con la que soportamos el vaivén de la realidad, es la que perdura en la memoria de nuestros gestos instintivos a la hora de abrir un armario, es como la retentiva que tienen las manos de los guitarristas al hacer deslizar sus dedos sobre el mástil y los trastes de la guitarra de una manera casi mecánica. Con el paso de los años hay cosas que perduran y que forman parte de nuestra comodidad ordinaria, cosas que nos ayudan a desenvolvernos, a quitarnos de encima una carga por la confianza con la que las llevamos a cabo, cosas que nos aproximan a ser más lo que somos o a aspirar a serlo, y una de ellas es la desenvoltura con la que uno se viste desinteresadamente del yo con el que más se identifica. Con frecuencia, de la misma manera que  me fijo en las caras de las personas con las que me cruzo, caigo en la cuenta de la forma en la que se viste la gente y de la relación que yo saco con respecto a la fabulación que de esa persona me haya hecho, y pienso también en la cantidad de prendas y de atuendos que nos dan una falsa apariencia, que nos camuflan, que nos encubren, que nos separan de lo que somos o pretendemos ser; reparo en la dificultad que entrañan algunos vestidos o trajes, esa extravagante rimbombancia de escenario y espectáculo con la que muchas personas se disfrazan empeñándose en ser el personaje de su propia ficción como yo con la mía de estudiante con canas. Ayer, durante el rato que dura fumarse un cigarrillo, charlé con un recién ingresado en la escuela de hostelería, un aspirante a cocinero profesional; habíamos coincidido en una de esas escapadas que uno hace a la calle después de almorzar para tomar algo de aire y paradójicamente echarse humo a los pulmones, y tras preguntarle por sus inquietudes, por su partida preferida, por cuáles eran los ingredientes sin los que a él le resultaría imposible cocinar, por sus cocineros preferidos, por sus gustos personales dentro del oficio, finalmente, y tras comentarme que debido a su edad y a sus estudios anteriores había ingresado directamente en el segundo curso, me preguntó él a mi: ¿y tú en qué curso estás, en tercero?

4 comentarios:

  1. Ay, pequeño falsante, ya te dije que no eres un tipo de fiar! Te infalrias còmo un pavo real.
    Es cierto que las apariencias engañan y que a veces està muy bien meterse en el pellejo de quien no eres.

    Un bonito ejercicio. Beso Señor Tèllez.

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    1. Pues no sé que decirte, porque a decir verdad, y aunque diga que me disfrazo, lo que realmente siento ser es un estudiante.

      Besos, Doña Reyes.

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  2. La vestimenta es un código más que emite señales de nuestra forma de ser o de nuestras intenciones. Es un arma de doble filo.
    Si te confunden con un estudiante, es porque no has perdido la capacidad de aprender y de sorprendente. ¡Ojalá tuviera yo el entusiasmo tuyo!

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