jueves, 14 de enero de 2016

Chorros de sangre


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Hay en la literatura una suerte de género localista que pertenece a cada ciudad, una serie de escritores que se han ido encargando de ser los cronistas del tiempo que ha ido erosionando las esquinas y cambiándole el nombre a las calles, excavando suelos en busca de raíces, cambiando columnas de sitio, colgando placas, levantando estatuas, plumas de hombres con alma de paseantes, de impertérritos investigadores del detalle de la piel de las fachadas, continuos observadores que reflejan en sus escritos el código de barras de una forma de ser y de existir conocida como idiosincrasia. Cuando hablamos del Madrid de la primera mitad del siglo XX nos vienen a la cabeza esos cafés en los que se reunían escritores para en interesantes tertulias intercambiar sus diatribas indagando en el corazón de una poesía culminada en dialéctica, ese hábito de quienes a base de preguntas y respuestas consolidan una filosofía, una forma de ver la vida, un paso adelante tratando de ponerle a cada cosa el nombre que le pertenece, inventando palabras; nos vienen a la cabeza Ramón Gómez de la Serna, Buero Vallejo y Jardiel Poncela, Valle Inclán y Sánchez Ferlosio, el café del Pombo y el Imperial, el café Gijón y sus ilustres personajes de aquella vida embalsamada en humo de caldo de gallina: el limpiabotas y el cigarrero, el estraperlista y el rufián que se las sabía todas, el cerillero y el recadero, el mensajero, la bohemia, la media y el vaso de agua. Se dice de Eduardo Mendoza que es el mejor cronista de la Barcelona del siglo pasado, pero en el caso de este escritor se une el reconocimiento con la popularidad de su persona más allá de Cataluña entera porque se nos figura renovado, limpio, de otro tiempo no tan negro ni mezquino, más accesible, no tan turbio, no tan necesariamente haciendo malabares para que su prosa superase los espantosos rigores de la censura, de forma que, y por extensión, se nos acabe apareciendo Barcelona como una ciudad más propensa a la libertad, a la creatividad, a la exposición de expresiones e impresiones. Si nos hablan de Galicia es fácil que salga de inmediato el nombre de Camilo José Cela o de Rosalía de Castro, de Torrente Ballester. En cada una de las descripciones de un autor a cerca de su tierra hay un rastro de confesión como de la niñez, como de ese viaje interior del que uno no quiere desprenderse nunca, como le pasa a Phillip Roth cuando afirma que todo lo que ha escrito sucedió en unos cuantos metros cuadrados de su infancia. Cuando uno llega a una ciudad desconocida siente de pronto la curiosidad por saber quiénes fueron los encargados de contar, de trascribir con palabras el pensamiento del pueblo, preguntándose dónde y cómo vivían, de qué lo hacían, en qué estado han ido estando las avenidas y los callejones y los mercados y las plazas y las fuentes en las sucesivas épocas, en las distintas etapas de democracia y dictadura, en los periodos de paz y de guerra y de consenso y de tregua, en esa línea cronológicamente invisible que marca los estratos de esplendor y decadencia como si de los anillos del tronco de un árbol se trataran. Ahora, en estos días, y después de varios años, por fin he descubierto a Rafael Laffón y  a José María Izquierdo, A Joaquín Romero Murube y a Manuel Cháves Nogales, y he comenzado a disfrutar de lleno de una sevillanía para mi desconocida, de un fondo y una forma en los que apoyarme para seguir descubriendo la grandeza de Sevilla mediante narraciones emanadas como chorros de sangre que disparasen los corazones de estos autores.

2 comentarios:

  1. Toda ciudad se merecería tener un escritor capaz de literalizarla.

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    1. Supongo que todas las ciudades lo tienen; otra cosa es que sea muy conocido. Debe haber una gran cantidad de autores estupendos y cuyo nombre a ninguno nos suene. En la literatura, además del esfuerzo y la perseverancia, también interviene la suerte.

      Salud, Dyhego

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