jueves, 28 de enero de 2016

El circo a cuestas



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Hoy me he levantado en forma, hoy me he introducido en el túnel de la chamarilería del Jueves de la calle feria, por los confines de los vendedores ambulantes a los que se les queda el cigarrillo pegado en uno de los lados de la boca, expendedores de joyas literarias a las que ellos no le dan la menor importancia, dos por un euro, tres por un euro. Hoy he vuelto a pasar por la biblioteca de esa misma calle, la biblioteca pública y cínica que cierra su sala de ordenadores aludiendo a la avería de los mismos, siempre en jueves por la mañana, siempre la misma canción, casualidades premeditadas, cosas, intentos de que reine el silencio a costa de no dar más explicaciones que las de un papel impreso, por otro lado falsas, como sus expectativas, como las expectativas del ministerio de cultura; una manera muy impresionista porque impresiona, una manera de decirle al niño eso no se hace eso no se dice eso no se toca, o, por otro lado, una forma de no volver a sentir la fatiga y la condena de los usuarios, que ya se sabe de la impertinencia que gastamos los sedientos ratones de biblioteca; oiga usted, bastante tenemos ya con lo que tenemos, fíjese, si yo le contara, el otro día pasó esto y lo otro, mire señora, vamosaver, vamosanda. Pero a lo que voy, que hoy me he levantado en forma; esta forma de ser partícipe del sueño incoloro de la realidad dándole sustancia de página, de tinta, de horizonte blanco del que se van desprendiendo las figuras esbozadas en contorsionados esqueletos negros, faquires del diccionario, equilibristas de la metáfora. Lo que más me preocupa de la ramplonería es la impunidad a la que creen tener derecho los que lo cubren todo con un velo moralista del que suelen sacar la ventaja necesaria para salirse con la suya, que viene a traducirse en que los dejen en paz para hacer lo menos posible, para que nadie les induzca a una necesaria mejora, esa irremisible puerta tras la que se encuentra la avanzadilla de la vejez, de la falta de entusiasmo. Hay que, eso, ajo y agua. Lo que más detesto de lo público es que deje de ser público por decisiones privadas. Incongruencias, accidentes, casos, gripes mal curadas, refugios ciegos por dentro que todo el mundo ve desde afuera, y de tanto repetirlo acaban formando parte del paisaje de la lírica inversa debido al cáncer de la indolencia; versos indefensos y dolientes, amenazas de una bomba atómica contra las luces de posición de la esperanza; carreteras bifurcadas en multiplicados senderos a uno y otro lado, tú eliges, o te gusta o no te gusta. Lo más difícil, como dice mi amigo y maestro Javier Velázquez, es asumir la realidad; una vez superado el trámite, y pagados los debidos impuestos, siente uno ese airecillo limpio que toda libertad se merece. Camino llevando debajo del brazo una traducción de El Rojo y el negro, Stendhal, Julien Sorel, otros dos tipos que uno ha conocido en la literatura y que han acabado haciéndose de la familia, como Camus y José María Izquierdo, con los que frecuentemente me cruzo al ir a tender la ropa. Con esto de los libros no sólo consigue uno viajar sin moverse del sofá, sino que se entiende con gente de otro tiempo, y eso es magnífico para el aburrimiento y para el riesgo de atolondramiento del que no anda uno a salvo en esta ola de frío que amenaza con arrasar el planeta entero desde que a los grandes capitanes les dio por mover las raíces de la tierra. Cómo me gusta acordarme de Chesterton; conozco a un cura, literato, con el que hubiera hecho buenas migas. Ahora se ha echado la tarde encima, ahora hay que seguir caminando con el circo de la imaginación a cuestas y hacer todo lo posible por no equivocarse uno de camino, y eso me encanta.


2 comentarios:

  1. Hay días en los que uno se levanta con ganas de meterse en la piel de algún personaje literario.

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    1. Esa es una de las cosas buenas de la aventura de leer.

      Salud, Dyhego

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