sábado, 16 de enero de 2016

La arquitectura de las lenguas


Resultado de imagen de una palabra

Quien descubre una palabra descubre un mundo, un punto y seguido con matices del suspensivo rastro del beneplácito del estudio, una forma de continuidad en la investigación del léxico. Hay pocas cosas tan reconfortantes para un lector como descifrar el mensaje implícito en un vocablo deduciéndolo del contexto en el que se encuentra, o como mirar en el diccionario y comprobar que no andaba muy mal encaminado tras sus consideraciones etimológicas a la hora de acercarse al espíritu semántico de la frase en la que quedó encallado, momentos en los que se levanta la mirada de la página para posarla en el horizonte pensativo y silencioso con el que se goza de un hallazgo; otras veces esa mirada se envuelve en una leve sonrisa debido a que lo que pensaba es totalmente lo contrario, o muy distinto, llegando a la conclusión de que la riqueza de un idioma es un mar en constante movimiento en el que muchas veces las olas se confunden con la espuma. Así, escuchando muchas cosas que no se entienden y leyendo muchas frases de las que poco se saca en claro, se aprenden los idiomas una vez que uno se ve obligado a convivir con nativos sin tener a penas nociones de la lengua del lugar al que acaba de llegar, yendo del bar a la tienda y del trabajo al apartamento con esa inigualable sensación al mismo tiempo de libertad y de completa desorientación tras la que la posibilidad del progreso actúa de incentivo y de motor para que no cese el aprendizaje, escuchando repetidamente las mismas expresiones en la radio o en la televisión cuando se habla de una cuestión determinada, o cuando uno se da cuenta de qué es lo que le quieren decir sus vecinos porque esa palabra que esa misma mañana ha descubierto en un artículo del diario aparece ahora para resolver ese nexo comunicativo que se estaba encontrando con las dificultades de un sonido, de un pensamiento en forma de mensaje que necesitaba de la llave del significado, del querer decir para entenderse, para introducirse en los códigos que la vida tiene en cada rincón de la tierra. En un mundo como el nuestro, en el que el Esperanto fracasó como intento de reunir en una sola lengua la posibilidad de que los hombres del planeta se comunicaran procedieran de donde procedieran, y en el que el gusto por la expresión hablada va en constante detrimento a causa de las nuevas tecnologías, no faltan razones para pensar que las lenguas del futuro se nos presentarán mucho más diferentes de lo que nos las podamos imaginar ahora. La rapidez, que es lo que interesa, para todo y por todo, de esta forma de vida encerrada en la creación de mercancía y desvinculada del sentido común de un auténtico estado de bienestar razonable, se  lleva por delante los momentos de pausa y reflexión con los que se construyen los grandes proyectos entre los que podemos mencionar la correcta evolución de la arquitectura de las lenguas; por eso hablamos sin saber lo que decimos y seguimos hablando sin saber qué es lo que tratan de contarnos, porque la prisa con la que aceleramos el ritmo del absurdo trajín de este combate tan sin pies ni cabeza planteado no nos deja un hueco para escuchar a nadie, ni a nosotros mismos. Seguro que en breve, en no menos de unos cuantos años, tal vez meses, podremos disponer de otro tipo de Esperanto, esta vez en forma de signos y de abreviaturas que no nos den demasiados calentamientos de cabeza para poder emplear nuestras energías en la contienda de la velocidad de la luz sin cables que la conecten con la cultura. 

2 comentarios:

  1. Estoy leyendo un libro que regalé (para que me lo dejaran, jajaja) sobre la etimologia de 300 palabras. ¡Una delicia de curiosidades!

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    1. Quiero leerme ese libro, he oído hablar muy bien de él. Es un tema apasionante.

      Salud, Dyhego.

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