sábado, 23 de enero de 2016

Paseando la ciudad


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Hay que pasear solo, como decía y hacía William Hazlitt, dejándose engatusar por el terciopelo de la voz interior, deslizando el cuerpo entre las sombras con las que uno se cruza, ausentándose de la distancia que proporciona el desconocimiento para que no mengüen las ganas de continuar investigando, inventando, atisbando la posibilidad del rumor antes de que suceda, descubriendo un submarino donde hay un contenedor, entrando en los soportales como quien atraviesa la frontera que separa la realidad del asfalto de la de la fabulación. La ciudad, ese bicho de hierro y madera, de pomada y cristales blindados, de puentes y jardines condenados al registro de las ordenaciones municipales, de palacios convertidos en centros comerciales, ese transatlántico sobre la faz de la tierra, ese ente material y humano, de cal y canto y cinturas dobladas en sus esquinas, ese colosal museo de los comportamientos espontáneos y desatados por la inhibición del ego sapiens, ese tigre adiestrado por señales de tráfico clavadas como tísicas estacas de la condolencia mezclada con el deber, ese circo ambulante de despedidas y abrazos de reencuentros raudos como misiles proyectados a la frenética velocidad de la prisa, y de renglones aptos para el refugio de la poesía,  es un todo en sí misma que se difumina con los encantos de la diversidad de la que se nutre, un tren de fuego helado a la sombra de un soportal desde el que se ve pasar el invierno, una enredadera de miradas furtivas, un puerto en tierra con su aduana situada en esa innumerable cantidad de posibilidades de gastar por gastar; la ciudad, tan eterna y misteriosa, tan pálida y secreta y suburbana, tan de clase alta y media y baja, tan de Ferraris y obsoletas carcasas de vehículos roidos por el hollín de la aventura de la crisis, tan ecuación sin límite de las álgebras dispares del insomnio, tan huidiza y pegajosa, tan polvorienta y tan resplandeciente cuando es duchada por la lluvia, tan llena de mercancías expuestas como en un escaparate del barrio rojo de Amsterdam, se lo come todo, todo lo mete en el saco de sus virtudes y de sus defectos armando con ello la arquitectura del panorama reinante, guisando el puchero de la vida de la calle regado con la muerte que beben los borrachos. El paseo por esta ciudad es una regeneración de la neuronas, un alimento para las retinas y un relicario de anecdóticas herencias de la disparidad de opiniones; el paseo se contagia de sus propios pasos y llega un momento en el que el paseante, el paseador, el paseísta, el pasajero fugitivo de los cuatro muros de su morada, el que pisa el suelo firme de la cuadrícula ondulada de los planes urbanísticos, no puede dejar de andar y se pierde hasta el hartazgo llegando a un sitio de cuyo nombre no quisiera acordarse, o si. Stevenson era un gran paseante, un infatigable gastador de suelas de zapato, un hombre andante que cargaba tanta literatura que ya casi no le quedaron huecos entre los párpados y las cuencas de sus ojos. Andar sin destino, sin itinerario fijado por las obligaciones ordinarias, es como soltarle las amarras al barco de la contemplación para otorgarle el beneficio de la dinámica, es ejercer el papel del intruso que llevamos dentro doctorándonos en gentelmen voyeurs de la rue, oteando el horizonte de lo que hay detrás de las ventanas e imaginando qué esconden esas puertas selladas y crueles por las que no pasa el aire. La ciudad es un animal domesticado y pacífico que se deja pasear como si con ello le consoláramos del picor de su piel, de la indiferencia con la que nadie se para a pensar en ella como una más de nosotros.

4 comentarios:

  1. Soy de largos paseos muy de mañana, cuando la ciudad apenas sale como de un lánguido letargo, igual que la hora que más me gusta para ir a la playa es las 6 de la mañana cuando el mar, como la ciudad por la que una pasea, apenas despierta de su anochecer umbrío embriagado de resacas en sus caracolas.
    Entonces te acoge con un manto de silencio, de sillas que se amontonan en los cafés a punto de dar asiento a los que en poco tiempo correrán de un sitio a otro, leerán las primeras planas de los periódicos que en las barras donde las cucharillas anuncian como campanitas un nuevo día, las aceras destilan un brillo de asfalto silencioso y cómplice, la piedra y los tejados lucen trajes de neblina y los semáforos te guiñan un ojo cómplice. Navegar errantes por esas calles cuyos nervios llegan a las aortas de la boca de un metro que en pocas horas engullirá a una masa uniforme de pieles algunas llenas de proyectos y otras de desengaño...
    Sentí gran empatía con este texto, así lo siento también yo, cuando como cada mañana camino por sus arterias devolviéndome a la vida.
    Besos.

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    1. Siento gratitud, Madreselva paseante, Zarzamora paseadora, por el texto que nos has regalado, por su belleza, por el tiempo que en él se detiene y a través del cual parece, mientras lo lee, que uno pasea. Feliz paseo por las arterias de la vida.

      Besos

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  2. Un paseo en solitario siempre sienta bien.

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