jueves, 25 de febrero de 2016

Apóstata razonable.


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Revisando una serie de libros a los que hacía tiempo que no les prestaba atención, en ese afán por reencontrarme con épocas pasadas, he encontrado unos cuantos de Fernando Savater, y entre ellos Apóstatas razonables; ahí es nada, ánimo valientes, un empujón con el que no sentirse solo, una firme manera de crecer cambiando, corrigiéndose a uno mismo no estando dispuesto al anquilosamiento moral y espiritual del que salen tantos y tan malos tumores que se encallan en los puertos del alma sin dejarle hueco al suspiro del aire limpio. En un comentario de la contraportada, correspondiente a un extracto del prologo de obra, Savater nos dice que los personajes que han sido incluidos en ese libro son aventureros dispuestos a descubrir nuevos territorios que cuestionen lo establecido, cada uno en su contexto. Aquí aparecen, entre otros, el psicoanalista Jung, los escritores Boccacio, Julio Verne y Robert Louis Stevenson, así como los filósofos Spinoza, Kant, Bertrand Russell o Heidegger por poner algunos ejemplos. He acariciado el libro y he evocado al unísono el lugar en el que lo compré y la ciudad en el que lo leí, y he reparado en lo poco que recuerdo de lo extraído en claro de aquella primera lectura a excepción del significado de la palabra apóstata, de la que guardo un grato recuerdo desde aquella ocasión y a la que eventualmente recurro para hablar conmigo mismo a cerca de mis principios, de las curvas peligrosas en las que uno prefiere no entrar, de los semáforos en rojo vivo del pensamiento que no quiere verse de nuevo en una contradicción. Hoy me ha vuelto a visitar, tras la cita con el libro de Savater, esa palabra por la que no tengo ningún prejuicio, con la que me siento cómodo y envalentonado, libre, sin pelos en la lengua, yo mismo, dispuesto a no ser el mismo río en el que me bañé ayer ni en el que me bañaré pasado mañana, y he vuelto a sentirme identificado con la condición de perfecto renegado de los preceptos bajo los que fue educada mi profesión a lo largo de los años en los que ejercí en restaurantes que simbolizaban la cima de la gastronomía y la incoherencia de la dignidad de la profesión, siendo testigo de innumerables calumnias e injusticias sobre compañeros débiles e indefensos en esa jungla de cazuelas de cobre en la que se convierten las cocinas de los restaurantes que ostentan la máxima calificación por parte de una importante guía amparada bajo el nombre de una marca de neumáticos. He visto patadas y voces, quemaduras adrede, empujones e insultos, presiones que hacían abandonar el barco a más de uno de aquellos mercenarios vestidos de blanco de cuyas manos salían los platos que uno recogía en el pase de cocina con más miedo que vergüenza. En la sala solíamos tener más suerte en este aspecto de la denigración a manos de los profetas del servicio, aquellos jefes de sala rigurosos y exigentes que no permitían un fallo y para los que nada que no tuviese que ver con la perfección, con su imperfección exenta de naturalidad, parecía tener valía,  ya que al no ser tan valorado el oficio, por la crítica y consecuentemente por la sociedad, parecía como que hubiera un poco más de transigencia, pero eso dependía del sitio; lo normal es que en una casa de máxima reputación se respirara un ambiente parecido al de un regimiento de legionarios, algo paradójico teniendo en cuenta que después había que enfrentarse al cliente sonriente y de buen talante, orgulloso de tu vocación, pero lo que ningún huésped podía siquiera imaginar era el sometimiento a una rigurosa disciplina, que en muchos casos, en muchísimos casos, hacía que los recién incorporados a un equipo de trabajo no aguantaran más de veinticuatro horas en el puesto que le hubieran asignado. Desde hace bastante tiempo, a pesar del rigor con el que trato de poner en práctica mi filosofía de trabajo, me siento un apóstata razonable, un Julio Verne de mi oficio, un gato azul, un perro a cuadros, un exiliado de la desproporción de antaño, aunque a veces me cueste trabajo, porque, dicho sea de paso, de los arrebatos de soberbia no hay quien se encuentre a salvo. Llegar a estas conclusiones es un alivio para el alma, una franja de color en la bandera de la libertad de expresión.


6 comentarios:

  1. Siempre es bueno replantearse las cosas, hacer de abogado del diablo, distanciarse de las ideas, o mantenerlas contra viento y marea.

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    1. Siempre es bueno hacer buen uso del continuo cambio de las cosas y de uno mismo.

      Salud, Dyhego

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  2. Llego aquí por casualidad, de la mano de del blog Errante fugacidad. Y me quedo porque veo que escribes requetebien. Muy interesante la entrada, para pensar un buen rato.

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    1. Gracias, Amparo, por tu generosidad; sea usted bienvenida a estos Peces de hielo. Deseos de buenos y fructíferos pensamientos.

      Salud

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  3. Un gato azul...Sí señor.
    Besos y versos Panchito.

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    1. O una Kawasaki en un cuadro del Greco, Dear Blimunda.

      Besos, prosas y versos.

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