lunes, 7 de marzo de 2016

Cuánto de todo junto


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Tomo café en un bar que hace esquina, en uno de esos bares que favorecen la vida en las calles de esta ciudad tan propensa a eso, a charlar fuera de casa, a beber cerveza de una manera ejemplar y rociarse por dentro con manzanilla de Sanlúcar y con mosto del Aljarafe, a tomar tortillitas de camarones y decirle jefe al camarero, esta ciudad en la que los suelos de las tabernas se pueblan de grasientas y arrugadas servilletas de papel que yacen entre el serrín y las cáscaras de altramuces en salmuera. Estoy tomando café y se me acerca un vagabundo, uno de mis héroes aunque a él ni se le pase por la cabeza porque su dignidad y su humilde oficio de contemplador del paisaje urbano no le dan lugar a pararse a pensar en eso; viene a contarme que los bancos se lo llevan todo mientras me pide un cigarrillo; se pregunta para qué tanto dinero, para qué tantos miles de Euros cuando a él le basta con tres para ser feliz, para no pensar en nada, para ir cultivando poco a poco, despacito, su amistad con unos cuantos, para preferir dormir en la calle; después me cuenta que está en una de esas tediosas listas de espera para que le operen de una hernia discal, un problemilla en su espalda para el que los doctores le han recomendado que ande tan tieso como una estaca. Nos despedimos y le deseo suerte, y me quedo observándolo mientras se marcha con uno de esos andares como patentados por los seres a los que ni les va ni les viene el desbarajuste y la falta de intenciones de los demás. En la obnubilada y clarividente conciencia de ese ser hay tanto por descubrir que harían falta varios Locos de la colina con el dardo en las palabras de las preguntas. Luego del café paseo por calles estrechas que rodean la avenida de la Constitución acordonando la escena del turisteo, callejones por los que uno se puede ir inventando la vida de los demás, por los que reina el trajín del joven que descarga una furgoneta y del cartero de Neruda llevándole una carta de amor a una princesa que acaba de despertar del sueño en García Vinuesa. Me cruzo con el sombrero de James Joyce y con la gorra marinera de Rafael Alberti, con las gafas de Alex de la Iglesia y con los paraguas al sol de René Magritte; me cruzo con la blanca y bella melena empapada de conocimiento de Carmen Martín Gaite y con la profundidad de la mirada tierna y sincera anclada en los paraísos de la infancia de Ana María Matute; me cruzo con el rock duro del taladro y con la oferta de una tienda de discos que ha perdido su halo de romanticismo de antaño para convertirse en un supermercado de mercancía de moda, de sonoridades aburguesadas y chimpuneras. Cuánta gente, cuántas cosas, cuánto de todo junto, me digo. Hago como que escurro el bulto en este día de descanso, en esta jornada infusionada en un agua leve, en una llovizna rauda y eficaz para eso del brillo de los adoquines. Cuánto por descubrir y en lo que reinventarnos.

2 comentarios:

  1. Mañana provechosa la tuya, Clochard, como todas las tuyas. ¡Que sepas que muchas veces intento mirar con tus ojos a la gente! ¡¡Pero no lo consigo!!

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    1. Es cuestión de hacer el pequeño esfuerzo de preservar la capacidad de asombro intacta. Es un gusto.

      salud, Dyhego.

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