martes, 12 de julio de 2016

El jinete polaco


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Existe una suerte de terapia contra las desavenencias conyugales del presente, contra ese entuerto que nunca se presenta efímero porque la sinrazón, el orgullo y la cobardía siempre amenazan con prolongar hasta lo enfermizo. Esa terapia es, en mi caso, la literatura. Comienzo a releer El jinete polaco con la emoción anticipada de ese cúmulo de pequeños encuentros que me acercarán de nuevo al mundo de Mágina, al de los personajes que se han acabado haciendo de la familia con esa inseparable sensación de cercanía trufada de imaginación inherente en todo buen relato. La primera vez que leí esta novela la compré en la librería El gusanito lector de la calle Feria de Sevilla, hace ahora casi nueve años, e inmediatamente después me fui al café Piola de la Alameda de Hércules y de una sentada entré en contacto con la quimérica realidad de lo que hay detrás del hilo conductor del reino de las voces del autor en forma de memoria y de suntuosas descripciones. La segunda ocasión que tuve la oportunidad de hacerlo fue durante uno de esos periodos en los que a uno el cuerpo solo le pide leer y estar tranquilo, olvidarse de la guerra de los mundos y de los conatos de mezquindad cotidiana con  los que la mente, mi mente, se llena de nubes, de cirros, de estratos que amenazan tempestad, fue en Huelva, en aquel apartamento de la calle Rascón en el que comprobé el sabor de la riqueza de la austeridad puesta al servicio del estudio. Ahora, cuando acaricio de nuevo el lomo de El jinete polaco, sé que me enfrento a la responsabilidad del extracto del poso de lo que no se saboreó, de aquello que quedó como esperándome a que hubiera una tercera oportunidad, y la satisfacción de estar vivo para poder hacerlo es equiparable a la de tener amigos que me recuerden que sólo por la curiosidad de saber qué es lo que va a pasar merece la pena levantarse del suelo. Durante todo este tiempo sin escribir,  durante todas estas semanas de asedio de desidias contaminadas del absurdo del trabajo cuando el hombre se convierte en un Homo faber y poco más, he frecuentado a Umbral, demasiado Umbral, a Conrad, a Luis Racionero y a Tierno Galván, he intentado salirme por la tangente de las letras, arroparme en una buena dosis de cerveza mezclada con metáforas, pero nada me ha resultado tan placentero como verme delante de la obra río, mundo, todo, a lo Barthes. Una vez le dije al escritor Luis de Lezama que uno no escribe lo que quiere sino lo que quiere a colación de la presentación de su última novela sobre la guerra y el mar, sobre los valores personales y la perseverancia de los ideales que forjan la humanidad de los hombres buenos, porque se le notaba en la cara que a él le hubiera encantado escribir El corazón de las tinieblas tanto como a mi me hubiera gustado escribir El jinete polaco.

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