miércoles, 31 de agosto de 2016

El arte de conversar

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Dentro del inevitable mundo de las comparaciones se me ocurre la siguiente: conversar es lo más parecido a dejar bien aparcado el coche, a cederle la parte interior de las aceras a las señoras y a las personas de cierta edad con las que nos crucemos, a depositar el envoltorio de un chicle en el interior de una papelera, es decir, a esa serie de reglas básicas de convivencia que se resumen en la siempre alentadora palabra Civismo. Toda buena conversación incluye la fructífera posibilidad de la discusión basada en el análisis y la reflexión, en el reconocimiento de los propios errores; incluye también la cura de humildad que deviene de la escucha activa, del aprendizaje, y para eso es necesario no estar pensando en lo siguiente que quiere uno decir sino atender a lo que le están diciendo. Conversar significa dar vueltas en compañía, y en ese dar vueltas encuentro algo que puede incitarlo a uno a una breve investigación sobre todo lo que se esté diciendo, un viaje por los senderos de la extracción de conclusiones, de la instintiva meditación en la que se acoplan los silencios que como en toda buena banda de jazz no resultan incómodos; de hecho también creo que la espontaneidad con la que unos temas nos pueden ir llevando a otros durante el transcurso de una conversación tiene mucho que ver con el armoniosamente organizado ritmo de un conjunto de jazz en el que la improvisación estructurada es la tónica dominante, siempre regida por unos parámetros establecidos, por el tema del que se esté hablando. No podemos salirnos de la escala elegida, del tema, así porque sí, pero acuciados por el inconsciente hábito del protagonismo hemos de reconocer que nos cuesta trabajo, que queremos decir lo que pensamos, que queremos entrar a hacer nuestro solo de violín antes de que llegue nuestro turno durante la representación. Eso sucede con mucha frecuencia, por eso la paciencia ha de ser una perfecta aliada de todo buen conversador cuando se encuentra frente a uno de esos impacientes interlocutores que parecen disfrutar con sus excesos de vehemencia y locuacidad, de esos que no se callan ni debajo del agua y cuyo afán por imponer reiterativamente sus razones es el espejo en el que se miran sus ansias por justificar algo con lo que no se encuentran del todo tranquilos; y como la generalización no es la mejor de las maneras para darle explicación a un argumento, podremos decir que es de uso ordinario encontrarse en el embarazoso trámite de callar para no encender la llama de un fuego que ardería como una pira a las primeras de cambio en cuanto uno tratara de exponer sus razones aludiendo a una lógica que las respalde. Me atrevería a decir que la condición de zoon politikón, de animal político, de la que partía Aristóteles explicando al hombre como un ser perteneciente a la polis, esa manera de llamar a la ciudad tan cargada de connotaciones relativas al civismo, en la que se discute y se debate, en la que se razona y se parte de la base del diálogo, de la relación, no atraviesa su mejor momento. Por eso, cuando uno tiene la fortuna de mirar el reloj y darse cuenta de que ha estado más de tres horas conversando, dentro de una dialéctica en la que ha habido tiempo y lugar para muchos y diferentes asuntos, donde uno ha tratado de escuchar y se ha sentido escuchado, no deja de sentirse afortunado y  le acaba quedando un persistente regusto de salud dialéctica compartida con la que parece como si una gran cantidad de toxinas hubiesen sido eliminadas del cuerpo. La última vez que gocé de este placer no siempre accesible de la vida fue anoche, con mis amigos Cinta Romero y Javier Velázquez, y María, la hija de ambos. Se siente uno reconciliado con algunos aspectos de la vida después de compartir mesa y camaradería sin que la amistad se convierta en sinónimo de indulgencia; y es de agradecer como el aire que se respira y las preguntas que le hacen a uno pensar lo suficiente como para saber que siempre existirá una respuesta mejor, deseoso de que sea argumentada por cualquiera de los contertulios mediante los mecanismos del menos común de los sentidos que parece haber sido reservado para estas ocasiones. 

3 comentarios:

  1. La conversación es todo un arte de cuyas reglas nadie quiere acordarse.
    No soy buen conversador, por timidez y porque ni yo mismo encuentro interesantes mis rollos, pero hay muchas cosas que no puedo soportar de los "conversadores": esa gente que acapara la conversación, que te cuentan con pelos y señales cosas sobre las que hay que pasar sutilmente, que repiten la misma anécdota siempre, que te cortan la palabra continuamente, que siempre están "y yo más"...
    Cuando me topo con gente así, me evado, hago como que escucho y les doy la razón como a los locos.
    Si hay algo que no soporto es que me corten a la primera palabra que vaya a decir. Se convierte la conversación en una lucha de boxeo. Y no estoy dispuesto a entrar en ese juego. ¿El "conversador" me quita la primera palabra? Muy bien. Para él TODA la conversación. Lo que no sabe es que no le presto la más mínima y puta atención.
    Salu2, Clochard.

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    1. Pues hasta con estas cosas hay que enfrentarse a uno mismo para aportarle un granito de arena a la humanidad; aunque sé que está de capa caída el asunto; es muy difícil, pero se puede intentar explicar que ya está bien, que, en fin, se puede conversar como es debido.¿Quién se atreve a intentarlo?

      Salud, Dyhego

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    2. No es fácil encontrar buenos conversadores y yo me niego a luchar para meter una palabra de canto, no tengo ganas de escuchar el famoso "y yo más". Si alguien me interrumpe a la primera sílaba me está demostrando que lo que yo vaya a decir le importa un p...; por lo tanto, lo que esa persona diga, desde ese momento, me importa a mí un c...
      Y no tengo ganas de intentar convencer a nadie de cómo debe ser una conversación. Lo que la mayoría de gente quiere es escucharse y que la escuchen y por ahí no paso.
      También hay gente que sabe escuchar y que permite un flujo de información.
      Resalu2.

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