martes, 23 de agosto de 2016

El corazón de las Metáforas


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Raro es el día en el que en mitad de mis paseos no me venga a la cabeza la imagen de alguno de los grandes anotadores de la literatura, de esos autores que sobre uno de sus cuadernos iban dejando constancia del más mínimo detalle de todo aquello que veían, de cuanto les sucedía y escuchaban, del alma que adquieren las cosas para pasar al estado de ente participativo dentro del repertorio de detalles dentro del ángulo de visión de quienes caminan sumergidos en el reino de las voces, en la voz interior que dicta un verso o una descripción tratando de concentrar en ello el enfoque de las pupilas, sensaciones que más tarde servirán de imprescindibles datos a partir de los cuales desarrollar la psicología de un personaje tan difícil como el que en ellos mismos habita deambulando en busca del tesoro que encierra una hoja recién caída de un árbol o la casualidad de dos sucesos cuya correspondencia da pie al inicio de un relato; seres que confabulan, que no salen del ensueño de su otra vida de fantasmas deseosos de ser invisibles como si llevaran una cámara al hombro con la que ir grabando las secuencias de lo ordinario, de ese reguero de matices transformados en los eslabones de una cadena o en las cuentas de un rosario, con una tenaz y  enfermiza perseverancia como era el caso de James Joyce; y es que en las esquinas, que es donde, como dice Muñoz Molina, está la vida de las ciudades, así como en los bares y tabernas, en los portales y oficinas, en las salas de espera y en la cola de supermercado, en los zaguanes y en las tiendas y en las bibliotecas y en las cajas de ahorros y en los grandes almacenes que hicieron acto de presencia en el centro de las capitales llevados de la mano del huracán de un imperialismo comercial que arrasó con palacios cargados de tatuajes históricos, como el de la Plaza del Duque de Sevilla, de memoria, de legado, está también el espíritu del incesante movimiento de las gentes, de los transeúntes y clochards con su cartón de vino y su pedigüeña súplica y su lata oxidada; en las esquinas corre un aire que cambia de orientación en función de cómo se mire o se observe o se dé un breve vistazo, acompañando a todo eso que conforma el entorno desde el que la contemplación puede acaparar más de una obra de arte gracias a la iluminación de la que en ese instante goce el medio, o la atmósfera creada de asfalto para arriba hasta llegar al pensamiento que emiten las miradas; ese aire que envuelve de niebla transparente la cintura de las fachadas hasta levantarles la falda, ese aire que le viene a uno a la cabeza como caído del cielo a través de una especie de vasos comunicantes gracias a los cuales se instala con facilidad en el mito del laberinto urbano con aspecto de tragedia griega dirigida por Sófocles sobre las tablas de unas calles que rebosan diferencias; ese aire en el que se contiene la riqueza de la mezcla, de lo variopinto, de la amalgama de posibilidades y todo lo que sigue hasta llegar al corazón de las metáforas.


 

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