jueves, 29 de septiembre de 2016

¿Quiénes somos?



Oímos hablar, en esas conversaciones existenciales en las que se les da vueltas al omnipresente tema del quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, de nuestro papel en la vida, de lo que representamos para con nosotros y para con el resto, del sentido de la vida misma más allá de despertarnos cada día y volver a empezar en esa tortuosa tarea que supone todo mito de Sísifo enclaustrado en las costumbres y los prejuicios de lo establecido y aparentemente inamovible que tienen los hábitos enfrascados del miedo al qué dirán y de la línea recta que hay que seguir para no sacar los pies del plato de cara a la galería, pero pocas veces nos detenemos en la valiente determinación de plantearnos quiénes somos realmente y hasta dónde podemos llegar renegando de nuestra  acomodada posición de consumidores de un planeta al borde del colapso. El arte tiene mucho que ver con desvincularse de lo estático, con atreverse a mirar y a dar un paso, con la ingenuidad de la que nace una idea brillante que no se ha quedado enmbobada con el bloque de mármol sino con lo que pueda haber dentro de él, regresando a la infancia, al país de las maravillas de lo no dado por supuesto. Medito sobre esto y caigo de nuevo en lo poco que dejamos que se desgrane el mundo ante nuestros ojos, con un poco de paciencia, no sometiéndolo a la férula de nuestra inquisitiva sarta de movimientos instintivos basados única y exclusivamente en nuestro juicio, en lo que creemos y de lo que no se puede salir a no ser que sea para darnos el gusto de que acabe la representación siendo más parecida aún a lo que nosotros hemos establecido y preconcebido como válido. Siempre escribe uno sobre lo mismo, en cada artículo que esbozo, en cada fragmento de mi diario hay siempre un halo de escepticismo alentador que me mueve a indagar en lo que pueda haber detrás de lo que vemos. Oímos hablar de nuestro papel en la vida pero compruebo que no reparamos en nuestra responsabilidad, dejándonos engatusar por la sobrecarga de estímulos que invaden y circundan como una culebrina el cuerpo de nuestro pensamiento hasta dejarlo tieso matando el aburrimiento, como si el tiempo nos sobrara, como si esa clara manera de querer avanzar sin saber hacia dónde fuera la más firme prueba de nuestra inconsciencia, de nuestra irresponsabilidad. La responsabilidad es algo que tiene que ver con la conciencia, con el respeto hacia aquellos que estuvieron antes que nosotros, con la labor positiva de pasar por el tamiz de la autocrítica todo aquello que podamos cuestionarnos sin tapujos ni tregua para llegar a ser lo más parecidos a lo que somos, a lo que habita con nosotros y por falta de interés y por el pavor ante lo desconocido dejamos sin explorar cayendo así en picado nuestras posibilidades de ascenso intelectual y humano, demasiado poco humano. Lo malo de esta sociedad aparentemente tan bien informada es que no se pregunta el origen de todo ese cúmulo de datos y a las primeras de cambio se ponen de moda recetas con las que entramos en el mismo convencimiento con el que acataríamos una verdad universal, como si comer manzanas o peras o tomates o beber tantos litros de agua contuviera una verdad tan inapelable para la sanación de nuestras enfermedades como la de que la tierra da vueltas alrededor del sol y gira sobre sí misma.

martes, 27 de septiembre de 2016

La semilla de las palabras


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Los mejores encuentros literarios son para mí los que gozan de la cualidad de lo fortuito, de lo inesperado, de la fortuna de haber tenido el suficiente tiempo libre como para dedicarlo a no hacer nada, a holgazanear por las calles y por las librerías de viejo y de saldo, por los puestos callejeros en los que un día dí con una primera edición de Cien años de soledad o con el discurso de ingreso en la Real Academia de alguno de mis escritores preferidos, encuentros con lo que estando ahí hubiera pasado desapercibido de no haber sido por una parada, por el acto reflejo de la curiosidad ante el diseño del lomo de un ejemplar que aún estando perfectamente alineado junto a otros me dirige la mirada de un nombre que me atrae y me detiene, encuentros debidos a una ojeada sobre la estantería de la biblioteca en la que buscando un manual de protocolo topé con El silencio de la escritura de Emilio Lledó. Encuentra uno libros que le absorben la concentración y al cabo de muchas páginas se da cuenta de que los encontró por casualidad, sin proponérselo, yendo a otra cosa, tomándolos incluso con la anticipación del recelo y el prejuicio de todo lector hacia un texto que no sabe si entenderá o no, y es en ese momento cuando se toma fiel conciencia del valor del descubrimiento de todo lo que hay delante de nosotros, de la riqueza que se puede encontrar parándose uno a indagar un poco más en las inmediaciones del paseo y del presente, en ese estado de plenitud que se asombra del mecanismo de un lápiz. Leer un ensayo filosófico necesita siempre del placer de la meditación acompasasa con la que el alumno va discerniendo entre lo conocido y lo por conocer sin todavía haber llegado a una conclusión que si acaso se vislumbrará en un horizonte que ni siquiera ha asomado ante sus ojos, ya que será fácil que los mecanismos de la meditación le lleven a releer varias veces una misma frase, un concepto cuyos nuevos matices lo incorporen en el ejercicio de la relación con lo presumiblemente establecido como paradigma sobre el que hasta el momento ha establecido su entendimiento de lo cercano y de lo lejano, de lo dado por supuesto y lo desconocido, de lo imaginado y lo que aparece escrito en la página como uno de esos espíritus tras cuya sombra queda el eco de una pista hasta entonces en el vacío de la inmensidad de la ignorancia, y va sacando uno conclusiones que profundizan sobre lo hasta el momento establecido según nuestro modesto juicio a cerca de los más diversos temas del ser que nos habita y nos acompaña, sembrando el campo de nuestro escaso vocabulario con las semillas de las palabras que nos despiertan del manido y trasnochado letargo de las concepciones enquistadas como tumores insalvables de nuestras conjeturas. Me gusta dejar de lado por un tiempo las novelas y los cuentos, los pequeños relatos en los que la capacidad metafórica campa a sus anchas de la mano de las sutiles descripciones, para introducirme en el paisaje de las figuras del pensamiento, en el mar de dudas de la escritura reflexiva, en los fecundos desiertos de arena gramatical y dialéctica que persiguen la luz en la que nuestro cerebro encuentra una sesión de gimnasio con la que hacer trabajar a los músculos del razonamiento. En El silencio de la escritura de Emilio Lledó puede uno sentirse en una de esas casas muy bien equipadas de las que se disfruta del placer de unos días de retiro en mitad del campo, sin salir de la ciudad y saliendo de la lectura con la sensación de ser mejor ciudadano.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Casi un objeto



Cambio de sitio las cosas de mi apartamento y el mismo lugar parece otro; es como si los objetos me incitaran a que los moviera de esas poses en las que quedaron como a la espera de la contemplación de la llegada de buenas nuevas, como talismanes a los que agradecerles su confianza por no haber abandonado en el intento de seguir guiándonos por las vías de esa silenciosa intuición que a los eternos optimistas alumnos de Benedetti nos puebla la conciencia de hermosos y sencillos augurios de paz y libertad, de tiempo libre para leer y escribir y disfrutar del perfecto desorden en el que hemos acabando doctorándonos. Hay objetos que se han propuesto que la dinámica de nuestras vidas forme también parte de las suyas, y por más que pasen los años se resisten a desaparecer, interviniendo en cada mudanza, volviendo a introducirse en una maleta cada vez que nos decidimos a hacer un viaje, necesitando que además de eventualmente quitarles el polvo les prestemos además la merecida atención de huéspedes de lujo, de infatigables compañeros, de formas en cuyo fondo se guardan las ocasiones que nos han visto reír y llorar y clavar la mirada en el techo, y llamar por teléfono a deshoras, y decir perdón o te quiero o lo siento mucho. Que las cosas viven es algo en lo que he mantenido siempre una de las pocas firmes creencias de mi vida, como si un mecanismo espiritual basado en la materia me indujera a disculparme cada vez que algún cachivache, de los que ocupan mi escritorio o una de las repisas de mi biblioteca, cae al suelo por descuido. No hay que ser ningún lumbreras para percibir cierta sensibilidad y sensualidad existencial en el tacto de los enseres que nos acompañan, en los distintos mensajes que nos transmiten en función de dónde los coloquemos, en los recuerdos de espinosas y felices andanzas tatuados sobre una tela, un papel, una chapa o una madera, llegando a inclinarse éstos incluso por alguna que otra preferencia espacial, mirándonos de reojo, diciéndonos algo que queda escrito en el aire que corre entre ellos y nosotros como en un cifrado lenguaje de silencio y convivencia en el que todos los secretos se resumen en el completo conocimiento de todo cuanto uno sabe y piensa y sueña y lee y escribe y calla e imagina. Hay huecos y recovecos en los que alguno de nuestros objetos quedó enquistado como para siempre hasta que un día los mudamos sin saber ni cómo ni por qué, y cuando al cabo de unos meses nos dimos cuenta de que algo no nos cuadraba reparamos en el sentido de la orientación de las cosas hacia unos lugares y no a otros, estimando oportuno un leve giro, otra perspectiva, un ángulo de visión desde el que ejercieran mejor su papel de equilibrio escénico. Cuando uno despierta después de una noche en la que ha descansado bien, en medio de esos albores aún oscuros que van mutándose en claros cada vez más evidentes en los reflejos que desde el patio entran en la habitación procedentes del amanecer recién estrenado con el que se bautiza la vida que cabe en un nuevo día, puede uno sentir la llamada, los buenos días, la bienvenida al hogar del que se exilió durante el trance de los sueños, de la mano de las cosas que le rodean, generándose el preludio de una interacción cooperativa que dará sus primeros pasos a partir del momento en el que se empieza a disfrutar del aroma a café recién hecho de las mañanas hogareñas y felices dentro de un hueco reservado para nuestra libertad. A veces me confundo con uno de estos compañeros de trayecto y me convierto casi en un objeto de carne y hueso que les concediera el deseo de ponerles en el lugar que les corresponde dedicándole el cuidado que se merecen, conociéndolos más a fondo, haciéndome suyos.

martes, 20 de septiembre de 2016

De no haber sido por



Puede que por un exceso de pudor me cueste trabajo escribir sobre mi oficio, o por tener otras aficiones que me acaban salvando de la neurosis en la que no es difícil aterrizar si no se le ponen frenos a la continua búsqueda de alternativas para hacer lo mismo sin salir del cerrado círculo cuyos límites lo aislan a uno del presente transformándole en un hombre con aspecto de marciano, llegando a casa a las tantas y con ganas de nada después de haberse devanado los sesos tratando lo imposible por la misma imposición del desgaste que se ha ido encargando de mermar las energías y la imaginación, el cuerpo y la mente, los molinos de viento y la acera de la calle en la que uno vive. Todas las profesiones que tienen que ver con la creatividad, tarde o temprano, le andan a uno esperando con una factura que puede algunas veces ser la de la insatisfacción, otras la de la envidia en forma de zancadilla propinada por los acomodados en un endémico complejo de inferioridad que asola esta España nuestra y la va sembrando de conversaciones en torno al tiempo, al fútbol o a la vida del vecino; en otras ocasiones la factura aparece en forma de desinterés por parte de un jefe que no se entera de que el jefe no es ni más ni menos que el cliente, y con su mutismo de piedra pomez desprecia la continuación de un buen trabajo por considerar una más de tus obligaciones la de sentir la pasión que él no siente; o sencillamente la factura del cansancio y de los agujeros negros en los que cuando quiere uno darse cuenta ha pasado mucho más tiempo del sucedido justo a su lado, en ese alrededor tan cercano que muchas veces se olvida debido al hermetismo en el que se ha estado encerrado dándole solamente importancia al trabajo como si no existiera otra cosa en la vida, curándose las ampollas del alma con bajadas al infierno con la esperanza de salvarse, descensos a los sótanos de la madrugada rociada con el caldo de cultivo de la bohemia, a los andenes del tranvía llamado deseo que se apodera de la voluntad de nuestro Mr Hide.
Algunos, cuando hablan de la salud y de la fortuna que supone pasar muchas horas trabajando en algo que a uno le gusta mucho, no tienen en cuenta que eso no tiene nada que ver con la vocación si no existe un componente integrador con el resto de la realidad más común, la del saludo y la humildad y la humanidad, la de la tienda y la barra de pan y la lata de sardinas y la tortilla de patatas, la del par de pantalones a los que hay que meterle los bajos, la de la canción más hermosa del mundo, la del aire que entra y sale de los pulmones oxigenando la sangre con el convencimiento de que no se es más ni menos que nadie, porque en la vocación no existe el trabajo sino la dedicación, el oficio de vivir de Césare Pavese, esa extensión de piezas bien ensambladas con la vida a la que enriquecen, sin condicionarla hasta el extremo de ese tipo de locura muy de moda entre quienes quieren que su restaurante se encuentre entre los elegidos de la guía gurú de turno. Entre el presente y la actualidad hay una distancia tan corta como la que pueda haber entre el tedio y la pasión, entre el bien y el mal, entre la memoria y el olvido, una distancia que mide lo que mide una infinitesimal parte de la decisión definitiva a dar un paso y no otro, y se confunde tan fácilmente como una silueta en la penumbra del patio de butacas de un cine con sesión empezada. De no haber sido por la literatura yo no hubiera sido capaz de adquirir temporalmente la habilidad de no acordarme de mi oficio en época de vacaciones o en tiempos de crisis personal, y gracias a ella he sentido siempre la llamada de nuevos retos y caminos que recorrer, tal vez influenciado por las aventuras de los personajes de las novelas, por los viajes que he realizado sin moverme del sofá o por la brillantez de las ideas de los escritores que le enseñan a uno algo más que palabras: las posibilidades de la riqueza de la vida y la fortuna de los placeres accesibles que en ésta podemos encontrar gastando a penas nada, tan solo siendo conscientes del caudal disponible gracias al esfuerzo que durante siglos han hecho millones de hombres para que hoy gocemos de un amplio abanico de ingredientes con los que aderezar el presente sin caer en la ratonera del Homo Faber que busca oro debajo de las piedras, a toda costa, caiga quien caiga, empecinado en vivir en su urna de cristal, en su torre de marfil, en su harén saturado de la incongruente filosofía del ombligo.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Agua bendita


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Caen las primeras gotas durante el prólogo del otoño y parece ya que el deseo por quitarnos de encima el sopor de los últimos tres meses atenuara las ansias de la desesperante espera tras muchas noches en las que ha sido difícil dormir, cuando para expresar lo que queremos decir echamos mano de un no pegar ojo que se vuelve costumbre recobrada durante los meses de julio y agosto. Esa impaciente anticipación que moja las calles y sorprende a quienes se encuentran en casa con el soniquete del agua repiqueteando en los cristales, como llamando a la puerta de la siguiente estación, esa lluvia que moja a todos los desprevenidos a los que a pesar de habérseles ocurrido la idea de coger un paraguas al ver aproximarse un cúmulo de nubes negras optaron por no cargar con él y acabaron mojándose, o poniéndose como una sopa que es como a mi más me gusta decirlo; ese cambio de luz que matiza la sensación de humedad en el ambiente aportándole un inigualable olor a tierra mojada a las esquinas, un aroma que le recuerda a uno los inicios de curso de la infancia algodonada de un pueblo de Jaén en el que todavía se iba a por agua a un lugar que todo el mundo llamaba Los Grifos; las postrimerías de la haraganería traviesa de la EGB, el universo del tablero de damas y el balón, del trompo y las canicas, de las galletas María y del poncho de Blimunda, es el paseo por un pasado que se vuelve cercano como los recuerdos recién grabados en la memoria de un sueño dulce y plácido. Cuando llegan estas fechas siempre me viene a la memoria el olor a goma de borrar y a libros de texto, a lápices afilados con la promesa incumplida de mantenerme aplicado durante todo el año, a fila india en el primer día de colegio tras unas vacaciones de verano que parecía que no iban a terminar nunca porque el tiempo con el que de niños disfrutábamos de los juegos en la calle durante los meses de estío se alargaba como un chicle bajo los efectos de la levadura de la imaginación; el tranco burro, el churro media manga y mangotero, el arroz cocido, la rayuela, las batallas con tirachinas hechos a base de bocas de botellas de plástico a las que se les acoplaba un globo, los maceteros de aro de hierro que servían de canastas para jugar al baloncesto en la calle enganchándolos a la reja de una ventana; todo se hacía en la calle menos comer, dormir e ir tres o cuatro veces al día en busca de agua fresca a nuestras casas que bebíamos de un trago ante la advertencia de nuestros padres de que nos pondríamos malos si seguíamos bebiendo de esa manera en la que beben los sedientos de aventuras; todo tenía un matiz de solidaridad tristemente después inusitada a la que le resultaba muy fácil adaptarse a los otros chicos hijos de emigrantes que venían al pueblo de vacaciones desde Santander, Barcelona, Asturias, Bélgica o Alemania. Estas primeras gotas de lluvia lo transportan a uno al país de las maravillas de las novelas de Julio Verne y de Daniel Defoe, a los cómics de Superhumor que venían encuadernados en forma de libros grandes y de pasta dura, a carteras y carpetas ordenadas, a manuales de texto forrados con plástico sellado por cinta aislante, a agua bendita de esa nueva etapa que aparece en el rostro de todos los septiembres.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Recién pintado


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Decía Francisco Umbral que la mejor receta que él conocía para estar inspirado es haber descansado bien; para la inspiración literaria que cada día le llevaba a escribir dos artículos, uno para comer y otro para beber y para vivir incansablemente con las pupilas abiertas y los cinco sentidos puestos a disposición de ese presente que le gustaba más que la actualidad. Me acuerdo de Francisco Umbral cada día que me despierto temprano y echo a rodar por las avenidas de la libertad de mi hogar los movimientos de los placeres accesibles de la vida como el aroma a café con el que se perfuma el apartamento muy temprano por la mañana, a esa hora en la que el mundo parece recién pintado, cuando queda todo un día por delante y toda esa vida que cabe dentro de un día a la que se refería Juan Ramón Jiménez. El antídoto contra muchos de los males que acarrea la desidia se encuentra en dar el primer paso en pos de ver qué pasa, solo por curiosidad, a lo José Saramago. Disponer de un par de días libres es una magnífica recompensa cuya celebración puede ser aún mayor cuando uno goza de la fortuna de sentir la satisfacción del trabajo bien hecho, con el alma a pecho descubierto, respirando el aire de las calles, llenándose uno los pulmones con los primerizos aromas del rocío que despide la ciudad sin necesidad de mirar el reloj por miedo a llegar tarde a algún sitio. En Sevilla hay algo que alimenta la posibilidad de contemplar las cosas extrayendo de ellas nuevos matices cada vez que uno se atreve a mirarlas: su luz; Cómo no iba a nacer Velázquez aquí. Con esa luz y un poco de paciencia puede uno adentrarse en los vericuetos del tiempo sostenido, pausado, alargado por el sano hábito de madrugar un poco, e ir siendo testigo de los ruidos que van apareciendo a  medida que avanza la mañana, mimetizándose con ellos como tratando de no perderse ni un segundo de lo que pasa, no dejando pasar desapercibida ninguna idea, predisponiendo el cuerpo y la mente a una sesión de continuo aprendizaje bajo el velo protector de la lectura y de la escritura de una carta, buscando en la radio una emisora de música clásica con la que ponerle sal a las tostadas regadas con aceite, escuchando el aleteo de un pájaro al abrir una ventana, frotando una pastilla de jabón como quien acaricia la escurridiza figura de un pez que huele a aloe vera o a lavanda. Todos esos prolegómenos con los que se adereza el caldo de cultivo del estímulo por salir en busca de los descubrimientos que la calle nos ofrece son como el dulce comienzo de una melodía a la que acabará uniéndose una orquesta entera, la orquesta de la grandeza de la mezcla de todo lo que comenzó en el reto de la página en blanco de la existencia de un nuevo día. Aprovechar las horas sin ese urgente y moderno ímpetu de exprimir el tiempo en acciones estereotipadas, dejando que fluyan los quehaceres a medida que a uno se los va pidiendo el cuerpo, se parece mucho a estar dibujando una lámina que comenzó con un trazo salido de la mano al azar y que es continuado por la geometría a la que se acoplan los diferentes contornos que van naciendo de ese impulso inicial. Si nos mantuviésemos más alerta de la extensión de lo que hay detrás de cada uno de nuestros más espontáneos gestos nos sorprenderíamos de la capacidad creativa que atesoramos sin darnos cuenta; y en eso consiste mucho de lo bueno de aplicar la orientación de la horas libres para alcanzar un cierto grado de bienestar basado en parsimoniosamente romper los esquemas de una rutina que nos aglomera y nos condiciona sin atrevernos a intentar avanzar en otra dirección cuando estamos en mitad de un atasco, hacia el lado de la naturaleza de una tendencia instintiva pero muy poco cultivada que hay dentro de todos los hombres: la de encontrar unas referencias de espacio y tiempo en las que sentirse a gusto sacándole el máximo provecho a aquello de lo que se dispone para enfrentarse al universo del tiempo libre. El animal de costumbres que nos habita nos imposibilita demasiado a menudo ver el panorama desde otras perspectivas que andan a la espera, y posiblemente con el regalo debajo del brazo de enriquecernos sin gastar dinero y de hacernos más participes de la inmensidad del amanecer, del cuadro al óleo de cada aurora y de la exposición completa en la galería de arte de la convivencia con todo lo que nos rodea.

martes, 6 de septiembre de 2016

La balada del silencio



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Dicen los jazzmen, al referirse a esas minúsculas pausas aparecidas durante la interpretación de un tema en las que el hueco del vacío sonoro acapara casi más atención que la combinación de todos los instrumentos juntos, que el silencio es la nota más difícil de tocar. Esa excelsa ausencia convertida en afonía latente, ese vértice de la coherencia que queda suspendido a la espera de un nuevo arranque al unísono, es tan necesario en nuestras vidas como en la música, para que el caos no acabe acaparando la extensión y la atención de nuestra degeneración como animales a los que de la misma manera que la inteligencia se nos presupone un principio de escucha activa con la que sentir el aviso de las alarmas y la imperiosidad de lo que aún no estando presente protagoniza el calzo sin el cual el edificio se vendría abajo. Con la elección de la música que uno escucha pasa algo parecido a lo que sucede con esa justa medida necesaria para sentirse acompañado estando sólo en la que consiste el polen de la flor de la soledad, porque con el silencio que se produce en nuestra mente llega a tenerse a veces la sensación de que durante los últimos minutos no ha sonado ni una nota a pesar de no haber cesado de sonar la música, cuando uno queda como colgado en una nube, en las musarañas de la divagación, en la profundidad del pensamiento que se desplaza al rebufo de una idea que ha sido capturada por la magia de los encuentros de la casualidad, cuando en el transcurso de una lectura lo leído se conecta con algunas de las reflexiones que intermitentemente le rondan a uno en la cabeza; eso parece ser orquestado por la armonía creada entre el razonamiento y lo que habiéndose empezado a escuchar se acaba oyendo o perdiendo en el desierto de la concentración del subconsciente, porque también está ejerciendo, aunque en un plano aparentemente inaudible, su función la música que suena mientras uno danza a sus anchas por los campos de las amapolas del solitario limbo de las conclusiones extraídas del párrafo que acaba de subrayar. Cuando uno se pone a leer o a escribir y deja que aleatoriamente vaya siendo poblada la atmósfera de melodías de corte clásico o barroco, con sus violines acariciando el aire del mismo modo que son mecidas las hojas en esos días de otoño en los que una brisa muy fina parece como que las acunara, o cuando limpia uno su apartamento y prefiere el monocorde latido del reloj suizo de Charly Waits, o cuando para relajarse después de una larga jornada de intensivo trabajo se decanta por los terciopelos del piano de Ludovico Einaudi, en todas estas situaciones llega un momento en el que el silencio protagoniza  la escena y perfecciona el acto de la escucha; es ese el instante en el que un cierto karma nos invade perpetrando una de las más bellas escenas del bienestar proclive a hacernos capaces de enlazar unas ideas con otras sin que tenga por qué existir en principio un claro hilo conductor que canalice toda esa arquitectura de introvertidos circunloquios. Luego se da uno cuenta de que ha pasado mucho más tiempo del que pensaba, de que se le ha echado la hora encima, e instintivamente se pregunta de qué materia está hecho ese tiempo sobrevolado por la liviana tranquilidad que tantas veces nos cuesta trabajo conseguir. Cuando uno repara en la importancia de la calma como piedra angular de la estabilidad creativa del día a día deja de tenerle miedo al silencio, porque en él está la pizca de sal con la que el guiso de todos los ruidos que nos acechan pone a cada ingrediente en su sitio.



lunes, 5 de septiembre de 2016

La belleza


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La belleza, esa sustancia que envuelve a las cosas de la al mismo tiempo más auténtica, apabullante y ligera de las naturalidades atrayéndolo a uno hacia un bienestar propicio a la contemplación interior viéndose reflejado en cuanto le sucede, ofreciéndosenos como un diccionario abierto por la página precisa en la que encontrar la palabra exacta que nos haga clavar nuestra mirada en el techo y en el interior del alma que nos habita, esa descarga eléctrica de lucidez que atempera los nervios y predispone a nuestro comportamiento a una embriagadora relación con el tiempo y el espacio de los que, por desconocimiento, creemos ser los dueños, viene a presentársenos como una sensación, como una predisposición, como uno de los ejercicios preferidos de los exploradores de los submundos de la realidad; es decir, la belleza está en nuestro interior y en función del color con el que  nuestras pupilas se dispongan a contemplar seremos más o menos capaces de descifrar los misteriosos y secretos códigos que la belleza tiene, los reglamentos de la dinámica de todo aquello que nos conmueve y nos excita y nos transforma y nos hace por momentos creer que somos inmunes a las leyes de la gravedad; de ahí el duende, lo escondido, lo erótico, lo no desvelado, lo entreabierto, lo que hay que imaginar sin abusar de las suposiciones; de ahí el cortejo, el acercamiento, la cautela enfrascada de placer, el paso a paso, la sombra que se difumina y se entrelaza con un cúmulo de nubes púrpuras y azules pintadas al pastel. La belleza es algo tan sublime, tan elevado, que no se manifiesta como un ente tangible y corriente y moliente sino como un enigma cuya resolución depende de la sensibilidad que seamos capaces de poner en nuestro contacto con lo que vivimos. Se encarga además la belleza, nuestra mademoiselle o madame invitada, según el grado de percepción que se use, de congeniar con la cordura de los buenos pensamientos haciéndolos extensivos a la provocación del progreso, envolviendo de sentido positivo lo que a uno le incumbe en este galimatías existencial en el que no siempre se tiene la certeza de estar haciendo bien las cosas. La belleza se encuentra tan a flor de piel como escondida, y en la persecución de ella han gastado sus vidas genios y figuras hasta la sepultura de todas las artes principales y subalternas, secundarias, accesorias, pero artes al fin y al cabo que por secundarias gozan de la importancia y el protagonismo de lo que equilibra la balanza; los absolutos no existen, es necesaria la participación del complemento, aunque sólo sea para hacer uso de él a nivel comparativo de forma que sea el relieve que nace de esa comunión lo que acabe siendo relevante. Es tan evidente en ocasiones la aparición de la belleza que hay que aguzar mucho los sentidos para poder percatarse de su presencia, paradojas de la vida y demostraciones de lo lejos que aún estamos de nuestra cima, y no dejarse arrastrar por la marea del caos de lo cotidiano, ese empedernido magma de maleza que lo anega todo transformándolo en una ciénaga en la que se nos van hundiendo los pies enterrándonos hasta el cuello en el barro, esa avalancha de lazos y nudos y datos y preguntas hechas a medias y mal contestadas. La evidencia de lo obvio no siempre se corresponde con una premeditación ni con un canon establecido, hay que investigar, atreverse a mirar, estudiar, desentrañar los crucigramas de un apasionante lenguaje, solo así se llega a conformar el fetichismo que encuentra en unos pies desgastados el impulso frenético de una de las dianas del deleite, porque el lado no palmario de la representación del mundo es más amplio que el de lo que tenemos delante de las narices. Hay que ser valiente para decidirse a ir en busca de nuestra dama. A la belleza hay que saborearla de la misma forma que merece el agua ser masticada en la boca, con esa delicadeza que hace de nuestra lengua un músculo esencial para que tome conciencia la boca de que en ella late el corazón, de que hay más vida detrás de esta que vemos y palpamos, que hay una vida y otra y otra y muchas otras danzando como satélites que se propusiesen sacarnos del empecinamiento y la brutalidad, vida detrás de las cosas y de la aparente superficialidad de los objetos y los cachivaches modernos con los que se camufla cualquier intento de verosimilitud por nuestra parte. Tratar de encontrar un rastro de belleza es un gesto tan noble que ensalza la existencia a un grado superior y desconocido en el que se encuentra el punto de partida de un civismo más acorde con las circunstancias; porque la belleza está en una conversación y en un saludo, en una figura y en un horario, en el naíf trazo del dibujo de una firma, en un mapa y en itinerario, en el plano de un edificio y en el cuidado que unas personas se presten a otras, en todos y cada uno de nuestros poros y en todos y cada uno de los átomos del conjunto del universo a la espera de que sea descubierto su elixir, de que sea compartida su fragancia.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Lluvia de ideas


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En cada novedoso gesto que uno encuentra dentro de la continua transformación del presente, en el serpenteante camino de las fabulaciones, en el abanico de matices que colorean los cabellos de las damas que embellecen el paisaje urbano; en la actualidad que viene a ser algo muy alejado de la premeditada cosificación de lo imperante y no quiere ser nada más que eso que hace que cada día  sea diferente, moldeable, bailable, vivido, atravesado por la espada de las agujas del reloj de las experiencias que van pasándose el testigo; en cada recién descubierto detalle de una fachada, de un mosaico, de una vidriera, de una de las revueltas de la Alfalfa; en las esquinas y en las juntas que sellan los adoquines del barrio de Santa cruz dibujando contornos parecidos a los de de las figuras de las nubes y a los de las manchas de humedad tatuadas sobre el techo en el que se nos clava la mirada; en lo que dicen quienes están sentados detrás de mí en el vagón del metro que me lleva desde la Puerta de Jerez hasta la Gran Plaza, en el libro que está leyendo la joven a la que nadie ni nada le sobra ni le falta ni le molesta, absorta en su ensimismada dedicación, buceando en el reino de la voz del autor cuyo nombre busco con ansia y disimulo cuando en una curva ella se mueve y deja entrever la portada; en el agua que nos rocía el cuerpo todas las mañanas, en el cepillo de dientes que trata de desincrustar el sarro de los enfados y en el espejo de las almas que quieran mirarse en la ley del espejo; en lo que sucede alrededor de la mesa en la que disfruto de Milan Kundera y de las tostadas regadas con oro líquido mientras en la Alameda de Hércules la vida pasa y van dejando rastros de luces y sombras los cuerpos a los que les invento un semblante sin distraerme de la página; en la abultada mochila en la que el clochard deposita su patrimonio y su orgullo de Diógenes; en la doctora que me atiende y que me receta las cápsulas prescritas por su juramento hipocrático, en lo que acaba de suceder en la sala de espera; en todo ello está la literatura, en todo ello habitan los personajes y las metáforas, los ambientes, los silencios y las pausas. En el olor a tela, cuero y piel de los puestos de la Plaza del Duque que forman minúsculos zocos en pleno centro de Sevilla; en las prisas con las que un peatón se salta un semáforo y atraviesa un paso de cebra; en la reiterada melodía del trayecto camino del trabajo y en las diferentes tonalidades que pueden llegar a adquirir los rincones bautizados por la costumbre; en la gorra del turista y en la Lulú de Baroja que me atiende en una papelería de la calle Sierpes; en el músico y sus monedas y su sombrero, en los jóvenes que me quieren hacer una encuesta; en las gigantescas letras de las terceras rebajas, en el código de barras que no es detectado por el hilo rojo del rayo láser ante la impaciencia de una cajera; en la alegría de ver crecer las macetas del patio; en los vetustos álbumes del Jueves de la calle Feria, en sus doctoradsos chamarileros en gramática parda; en el bar de la esquina que siempre ponen cerca de tu casa, en las copas de las que no sabemos qué hubiera sido; en todo ello está la literatura, lo que se anota y se pierde, lo que después no se puede recordar, lo que da pie a que eche la imaginación a rodar, la treta del verso, la parábola de la subordinada, el diálogo entre las cosas y la mente; en todo ello está la cuenta corriente de lo que se cuenta después de haberse quedado uno en blanco, en esa lluvia de ideas que ordena sus gotas y las mete a todas en un charco que refleja el interés y la intención de las pupilas, en un lápiz y en un cuaderno, en un teclado alborotado por el ruido de sus teclas.