jueves, 6 de abril de 2017

De una vez por todas



Nunca antes, hasta hace unas horas, había tenido un ordenador; cada vez que quería publicar una entrada en estos Peces de hielo sedientos de aspiraciones literarias tenía que acercarme a un locutorio, y de esa experiencia he ido sacando muchas anotaciones, detalles, pormenores, secuencias del directo de la vida en estado puro, fotogramas, compartiendo sala con inmigrantes de todos los orígenes, con personas que lloran o lanzan efusivos mensajes telefónicos de alegría a sus familiares, imaginándome esas conferencias como relatos que podrían pertenecer a una novela, acostumbrándome a esas secuencias de risas y gemidos, de gritos y susurros, de sollozos y exaltaciones de felicidad; personas con aspecto de proceder de uno de esos países del Este que han sido devorados por las  políticas capitalistas, implantadas deprisa y corriendo y sin reparar nada más que en las finanzas de una desvirtuada globalización, que han instalado en el trance de la forzada transición a gentes acostumbradas a una determinada cultura y que de un día para otro han tenido que hacer de tripas corazón embarcándose en el más valiente de los proyectos: abandonar a la familia e ir en busca de pan, de noticias de esperanza a la tierra prometida que no lo es tanto, despertando de la fatiga y de la ruina inminente en la que consisten los trámites del empezar de cero y sin nadie en quien confiar a base de salir corriendo, huyendo pero quedándose, con los dedos cruzados y mirando al cielo en el que supuestamente se encuentra ese Dios que nunca como ahora es tan necesario para sostener el leve hilo de certidumbre de tantos y tantos que viajan con lo puesto, con un número de teléfono en el bolsillo al que tendrán que recurrir cuando el autobús en el que han atravesado Europa los deje en una explanada de una ciudad conocida de oídas o ni eso; personas a las que no se les ha dado la oportunidad de la adaptación porque los fines de los capitanes siguen justificando los medios, las chapuzas, los negocios, la puesta en práctica de la incoherente retahíla de apaños y de firmas con cuyas consecuencias tendrán que apechugar los títeres de la ciudadanía, los mismos de siempre, los que con su movimiento de hormigas dislocadas hacen que el mundo tenga cada día un aspecto más parecido a la representación del Ensayo sobre la ceguera de José Saramago. Sudamericanos que envían dinero, unos cuantos euros que allá en la lejanía de detrás del Atlántico serán vistos como una fortuna, como un milagro, como si hubieran sido aquí descubiertas las minas del Rey Salomón, las minas del trabajo que nadie quiere y al que hay que acceder con la sensación y reconocimiento de privilegio de quien no se lo cree todavía, quitando la mierda que nadie quiere quitar, limpiando los cristales que a nosotros nos da vergüenza limpiar, atendiendo en bares y restaurantes a una despótica clientela a cambio de un ínfimo salario que habrá que ganarse batiéndose el cobre en una Maratón diaria de prisas y de desagradecidas exigencias.
Hoy, de una vez por todas, inauguro mi pose de aspirante a escritor en mi casa, en este apartamento de la calle Conde de Barajas en el que reina una soledad acompañada de libros y de tu aroma, del rastro que tu  fragancia ha depositado en los huecos a los que accede el olfato confirmándose como órgano de la memoria. Hoy me permito el lujo de al mismo tiempo que escribo escuchar Las cuatro estaciones de Vivaldi, y esa música me acerca al placer del teclado y al gusto de ir mirando lo que he ido  pergeñando en la Moleskineque me regalaste y que me acompaña como fiel compañera de la ligereza de mi equipaje ambulante por las calles de Sevilla. A veces lo más accesible se nos muestra como inalcanzable, por desidia e ignorancia, por rebeldía e incomprensión, por la necesidad de un dejarnos llevar que se nos antoja más fructífero que huidizo, con ese velo de positivismo puesto a disposición de un misterioso ente y desconocido al que recurrimos los que no nos explicamos cómo las cosas son como son, hasta tal punto que encontrarme en éstas es motivo de celebración. Yo pensaba que jamás llegaría este día. Ahora me da la sensación de que dispongo de una habitación propia, de un lugar en el que poder a cualquier hora echar mano de ese lienzo en blanco que tan buenos resultados le proporciona a mi alma cada vez que con todas mis ganas deseo echar fuera lo que llevo dentro, intentando algo parecido a esa catarsis que lo devolverá a uno a la realidad con un aire de aseo interior, a una resurrección, envolviéndome en una ducha de agua limpia y meditativa, enjabonándome con el haberlo vuelto a intentar, aclarando la espuma que se ha ido acumulando en el cerebro con las cuantas palabras en las que consista la trascripción de una idea. Instintivamente recuerdo a Virginia Wolf y a Günter Grass; a la primera por lo de la habitación propia, por ese espacio tan necesario para que uno se despereze a sus anchas y haga posible la ordenación de los pensamientos bajo los efluvios de las transmisiones de bienestar propias de un hogar con auspicios de hogar; y al segundo porque debido a una meniscopatía aguda que me trae por la calle de la amargura estoy esforzándome en escribir de pie, cosa que me recuerda al hábito de escribir en un pupitre y en la misma posición del maestro alemán después de haber estado muchos años haciéndolo en un sótano de reducidas dimensiones, y en una incómoda postura, sentado junto a una diminuta mesa en la que su cabeza prácticamente daba con el techo de aquel habitáculo, ese sitio en el que, página a página y de su puño y letra salió El tambor de hojalata.



2 comentarios:

  1. Clochard:
    ganarás en tranquilidad pero perderás esos detalles de la vida que tan bien retratas. Menos mal que te quedan tus paseos para mostrarnos retazos de historias.
    ¿Cómo va tu novela?
    Salu2.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Los paseos están y estarán ahí, con su fibra óptica. La novela anda dando vueltas en mi cabeza.

      Salud, Dyhego

      Eliminar