viernes, 7 de julio de 2017

Conversar


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Conversar es un ejercicio que requiere paciencia y una buena dosis de reflexión, de entrega en todo lo concerniente a la escucha activa, a eso tan difícil de ejercer durante un diálogo o charla que casi siempre tiene que ver con la empatía, con ponernos en el papel de quienes hablan y que por prejuicio, y por un no descartable complejo de superioridad/inferioridad muy en relación con la soberbia, en ocasiones nos deriva hacia una nefasta versión de nosotros mismos representada en el escenario de los oídos sordos y de las conclusiones a priori sin refutación posible de nuestros presuntos argumentos que dejan muy a las claras, y muy al descubierto por mucho que nos engañemos, nuestras propias lagunas personales como Homos auditivus/escuchantis. Qué lejos andamos de saber lo que pueda rondar en la cabeza de los que nos acompañan mientras hablamos; la distancia entre lo que la palabra emite en forma de voz, de sonido, de sustancia extraída de las profundidades de ese diatónico instrumento conocido como garganta,  y lo que la mente piensa, es lo suficientemente ancha como para verse perturbada, si no anda un poco al quite, por la inminente aparición del detonante de la diatriba que nos ponga en cuestión, pudiendo acontecer en un abrir y cerrar de ojos, cuando menos uno se lo espera, cuando emitir un juicio de valoración es un privilegio que uno se concede una vez que ha asumido que el respeto es el punto de partida de la diversidad.  Hablar por hablar es una cosa, pero hablar pretendiendo que alguien te escuche y escuchar cuando el otro habla es otra, otra cosa que afecta de la misma manera a nuestros interlocutores como a nosotros mismos a partir del momento en el que se detecta la más mínima falta de atención, incluso cuando somos nosotros los que no escuchamos y nos salta esa señal de alarma interior viniéndonos a decir que nos estamos perdiendo. Estamos tan en nuestra coraza, tan en nuestro mundo propio cosido con los pespuntes de nuestros intereses, que no es raro que desatengamos a los demás, como si todo, como si nada, como si no tuvieran importancia las declaraciones que alguien se atreve a realizar después de muchos años pensándoselo, derivándose de esas situaciones los más desagradables malentendidos; de hecho creo que es un milagro que lleguemos a ponernos de acuerdo, y que las cosas vayan más o menos bien, quiero decir que vayan saliendo a flote, a trancas y barrancas, dentro de todo este galimatías tan distorsionado y perturbado por el cúmulo de estímulos que nos destierran a las islas del falso confort de la indolencia restándole mucha importancia a lo que nos dicen. La teoría literaria de Vargas Llosa en torno a los vasos comunicantes y las cajas chinas es una magnífica metáfora para explicar la relación que todo lo que nos rodea tiene con todo lo que hablamos, con lo que hacemos y nos sucede. Mientras escribo esto escucho Alchemy de Dire Straits de fondo, y voy bebiendo a pequeños sorbos un Jack Daniel´s sobre las rocas de las conexiones que me llevan a poner en orden las ideas de lo que trato de explicar. Miro a mi alrededor y encuentro semejanzas, similitudes alineadas en el fino hilo del pasado, desde el nombre de algunos autores hasta el modelo de radio despertador Grundig que tanto te recuerda a aquella época en la que aún quedaba mucho para que nos conociéramos; y ese guión establecido sobre las coordenadas de los objetos conlleva un permanente coloquio con lo que hemos ido siendo hasta llegar aquí, manteniendo un nutritivo diálogo con los enseres que nos definen tanto como las palabras. Conversar es uno de los más lúcidos modelos de aprendizaje que, además de llevar al gimnasio a los músculos del cerebro, nos proporciona la satisfacción del gusto por el análisis. No hay nada como tomarse una cervezas y recibir las lecciones de los catedráticos que sabe uno que se va a encontrar en ese bar de barrio que tiene algo de Academia; hay pocas cosas comparables a la charla de sobremesa que tiene lugar sobre el cómodo sofá de la casa a la que uno ha sido invitado; son esos momentos los que le llevan a uno a pensar que más allá del estudio y de la lectura existe un hábito tan sano e instructivo como éstos llamado conversación, en el que si se mantiene la capacidad de asombro intacta se pueden acabar recogiendo los frutos del aprendizaje más a mano y más humano: el de la comunicación cívica e inteligente.



2 comentarios:

  1. A casi todo el mundo le gusta hablar, pero no todos quieren conversar. Lo normal es que los que hablan por los codos se empeñen en llevar la voz cantante y no permitan que otros "osen interrumpir". Pocas veces se encuentra uno con alguien que te deje hablar. Y muchas veces es mejor escuchar el silencio que las "conversaciones" de otros, la verdad.
    Salu2, Clochard.

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