miércoles, 16 de agosto de 2017

De oído


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Escucho a Mendelssohn y me viene a la cabeza una época en la que la más importante de mis dedicaciones era ir a la biblioteca y hacer de mi casa una sala de estudio en la que reinase la paz, desde una de cuyas ventanas se podía contemplar un paisaje de tejados, en la que los ruidos domésticos de los vecinos era recibido con el agrado de quienes se encuentran a gusto, a lo suyo, realizados, como en un remanso de paz que fuese capaz de sostenerse en un tercer piso de la calle Rascón de Huelva; entonces adopté el hábito de además de los libros coger también en préstamo cedés de música clásica, sin orden ni conocimiento, al tuntún, dejándome sorprender por la maravilla de la estructurada amalgama de una orquesta, deleitándome con lo que escuchaba, perfumando aquel piso con el aroma de las partituras sosegadas que me transportaban al limbo de un mundo aparte. Precisamente porque me cuesta mucho trabajo elaborar una memoria musical me gusta ir cambiando de intérpretes y compositores, después de un rato de escucha no me acuerdo del nombre de nada, ni de las canciones ni de los Opus ni de la sala que con tanto entusiasmo describe el locutor de Radio Clásica o de Radio3. Escucho a Pink Floyd y es inevitable la imagen de un joven frutero de mi pueblo que tenía decorado su puesto de hortalizas con ladrillos en homenaje a la banda británica. Los Beatles ocupan un lugar importante de mi infancia así como Alan Parson, Jean Michel Jarre o Mike Oldfield, Triana. El oído y el olfato están conectados por la memoria, se abastecen de ella mirando atrás y relacionando el presente con los datos archivados, con las sensaciones, con el interés que en un momento dado se le puso al aprendizaje de algo. La música se aprende a tocar y  escuchar. La música nos devuelve la parte de nosotros mismos que hemos ido dejando en las huellas del camino; nos enlaza con lo que somos mediante la alfombra mágica del sonido. Anoche le pregunté a uno de los músicos que estaba actuando en el Coltrane que si a él le entraba por el cuerpo la sensación de estar en un viaje cada vez que hacía uno de esos solos de trompeta versionando a Miles Davis, y me contestó que sí; he ahí la función transportadora de la música.

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