miércoles, 2 de agosto de 2017

Telegraph road

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Entro en el Coltrane, y con motivo de la inauguración de mis vacaciones me será concedido un deseo. La música es un lenguaje mediante el que pueden comunicarse todas las almas. Hay bares que lo atrapan a uno por razones que no solamente tienen que ver con estar cerca de casa, con ser el bar de la esquina o el abrevadero más a mano. Dentro del sentido de la hospitalidad de La Ciudad hay una tendencia a la convivencia en los bares, esos puertos para los marineros en tierra que desparraman sus versos inspirados por los tragos de la nostalgia de las familias que se han ido conociendo a lo largo y lo estrecho y lo ancho del camino. Siempre necesitamos de alguien a quien contar nuestras historias, alguien con quien hablar sintiéndonos psicosomáticamente escuchados a sabiendas de que la memoria se encargará de seleccionar el contenido y no reparar en más detalles que los precisos para tomarse otra llegado el momento; porque, en realidad, en lo bares parece que se habla de mucho pero no se habla de nada, o muy pocas veces se habla de algo; haberlas haylas y dichosos de aquellos que las sepan apreciar. Las bazas están cotizadas y los cartuchos contados, y todos tan amigos. Un puerto, una familia; mejor o peor, pero una familia con la que compartir las penas y las celebraciones. La predisposición con la que los camareros nos dirigimos después de una larga jornada a tomar una cerveza es comparable al recibimiento de un premio, un poco con esa sensación de empezar a saborear el descanso del guerrero que tanto nos gusta a los que sabemos en primera persona a lo que saben esa serie de binomios que le dan sentido a la escultura de la realidad: los desengaños y las alegrías, el amor y el amor, la plenitud y la frustración; binomios con los que el mosaico de La Ciudad recién contemplada a media noche con música de fondo se lleva bien porque lo entiende todo; intentos por haber hecho lo posible para que la tierra gire sobre su eje, una veces con la sensación de haberlo conseguido, otras acabando por admitir que no es precisamente por nuestra dedicación por lo que este circo ambulante campa a sus anchas en mitad del universo hasta que se acabe estrellando contra uno de esos gigantescos meteoritos que nos pulvericen no dejando ni rastro de nosotros. Esos minutos, esa media hora alargada que puede llegar a dilatarse más de la cuenta, está tan en conexión con la poesía del presente como lo puedan estar los versos de esa canción que cuenta cómo un hombre solitario decidió establecerse en mitad del campo creyendo que allí encontraría el reducto de  tranquilidad y de coherencia con el que hallarse así mismo. El hombre llega, se instala en un pedazo de tierra, la huele, introduce sus manos en el suelo para comprobar la humedad, mira al cielo y se promete. El hombre llega pero no sabe que dentro de no mucho llegarán las iglesias, las escuelas, las leyes, los abogados, los trenes, la civilización a comérselo todo. El hombre de la canción me recuerda al protagonista de La Caverna de José Saramago. Aparece el piano como contrapunto, como lívido contrapeso, como si fuese la tilde que aderezase la composición moliendo los granos de pimienta de la precisa y exacta presencia de una nota, con la chispa, con la ondulación lejana de lo indispensable para que aquello acabe convirtiéndose en una obra de arte. Escucho y me deleito con Telegraph road en esta noche de un sueño de verano.


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