viernes, 11 de agosto de 2017

Toda una vida


Resultado de imagen de ultramarinos

Esta tarde he salido a comprar tabaco, y como los estancos estaban ya cerrados he decidido ir  a uno de los bares de la Alameda; allí me he encontrado con Gustavo, un señor que se jubiló hace a penas un año. Gustavo ha estado más de medio siglo al pie del cañón de una tienda de ultramarinos que empezó a regentar cuando tomó el relevo de su padre; comenzó a trabajar en ella a los diez años de edad, casi nada, siendo un niño, un aprendiz de todo; dos pupilas y cinco sentidos, dos manos, un par de brazos y una espalda, una manera de hacerse fuerte, de hacerse un hombre y abrirse paso en la vida, una mente virgen de traumas y de perturbaciones, un alma en paracaídas sobre el cielo abierto de una época en la que muy pocos pudieron elegir a qué querían dedicarse. Mientras Gustavo me habla de estas cosas a mí se me vienen a la cabeza la cantidad de personas que en aquel tiempo de hace ahora más de cuarenta años empezaron a trabajar de botones en una empresa y acabaron siendo los directores de la misma, y de aquellos otros que, como a él le hubiese gustado, emprendieron la continuación de un negocio familiar y acabaron por ampliarlo hasta límites insospechados; me viene a la cabeza el valor de la gramática parda, del esfuerzo que tuvo que suponer aprender a buscarse las habichuelas en un momento en el que el miedo se confundía con la vergüenza y en el que no había, como decía Pepillo el fontanero, más chinches que la manta llena. Cada vez que pienso en la generación de jóvenes/niños que desde la posguerra hasta bien entrados los setenta empezaron a trabajar con denuedo, con esos objetivos tan marcados por la doble moral de la necesidad desde la infancia: ser hombres y mujeres de orden, formar una familia y sacar una casa adelante sin que nunca falte un plato de lentejas, ser honrados y madrugadores, para poder ir con la cabeza bien alta y que nadie pudiera decir nada de ellos, imagino una España hacendosa pero con muchos resquemores y prejuicios, con muchas inseguridades y complejos, con un orgullo basado en una serie de principios que hacían que las personas fuesen luchadoras de la vida tragando carros y carretas de verdad, supervivientes de un día a día con cuyas labores se iba levantando el país a costa del lomo de los mismos de siempre, de personas como Gustavo o como tantos otros de su edad y mayores que él que veo por el barrio. Millones de latas de sardinas y de tomate frito, millones de albaranes y de facturas y miles de letras pagadas al contado; millones de botellas de vino y de aceite y de vinagre, de kilos de arroz y de garbanzos, de tarros de pimientos asados y de aceitunas, millones de pensamientos de añoranza es lo que veo en la mirada de Gustavo cada vez que habla de la tienda, de su tienda, del sitio del que han salido las carreras de sus tres hijos, y las ayuda que cada uno de ellos ha necesitado a medida que se han ido casando. Un hombre que ha estado durante tanto tiempo dedicado a su negocio, trabajando sólo y atendiendo a millones de personas cada uno con su ser y su no ser/he ahí la cuestión, con su creerse o no lo que son, o creerse más o menos de lo que son o no creerse nada ni nadie y ya está, con su pelo y con su lana y con su par de huevos y su carácter, con sus prisas y eso que te dije ayer ya no lo quiero, lo normal es que acabe saturado de experiencias y que lo que deseé sea estar tranquilo, o no. Si no llega a ser porque el propietario del local, me dice, no me renueva el contrato yo seguiría allí, trabajando, a lo mío y en lo mío, en lo que me gusta; dónde voy a ir, lo que yo he pasado estos primeros meses no se lo deseo a nadie, ese no saber dónde meterme cada mañana, esa sensación de sentirme perdido, y como yo digo, para una persona que se encuentra perfectamente lo mejor hubiera sido seguir en la brecha, pero estos cabrones son todos unos mangantes. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario