domingo, 17 de septiembre de 2017

Interpretar el mundo


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La página en blanco, el mar ante los ojos que no se detienen a contemplar las manos que sostienen un lápiz o un bolígrafo o una pluma, la historia sin contar que se va a tejer poco a poco bajo el incesante impulso de la dicción solitaria que un hombre encuentra en sí mismo, en su querencia a escribir explorando los senderos del alma, a ver las palabras dibujadas sobre un papel que lo incita a descubrirse, a indagarse, a meterse de lleno en el interior de su conciencia mediante la voz que la va dictando la partitura del argumento, conociendo a ese otro que habita junto a él, a ese otro sin el que no sería posible la certeza ni la refutación, el diálogo y la discusión del empleo o no de un vocablo o un signo de puntuación, de la definición que no tiene definición, de los burocráticos trámites del punto y final que siempre sabe a poco. Cuando tomo en mis manos un ejemplar voluminoso, una de esas novelas extensas como el océano, me asombro y pienso en el acto de la ininterrumpida creación durante meses, años, durante toda una vida, y pienso también en la cantidad de cosas que se han quedado sin decir; me imagino a su autor envuelto en esa soledad de la que se extraen los datos que se le han ido acumulando en la memoria, visiones, escenas, fotogramas, detalles, pesquisas, suposiciones, hilos de los que se desprende la longitud de una idea expresada pormenorizando causas y consecuencias que dan como resultado la verdad implícita en toda ficción, la verdad de las mentiras, el juego latente del significado preciso de cuanto se inventa, el cuerpo de un contexto y de una atmósfera diseñada al antojo de lo que ha ido dando de sí la experiencia. Una taza de café y un cigarrillo, un fondo de música clásica en la que se superponen adagios y sonatas, melodías que conducen, sonidos que acompañan, formas al fin y al cabo de la tranquilidad necesaria. Yo creo que de lo primero que se asombra un escritor es de comprobar que sigue estando vivo, cada mañana, cada vez que despierta y sintiendo su cuerpo tendido sobre la cama trata de recordar los sueños que le han dejado un poso de existencia más allá del suelo que pisa y sobre el que tendrá que luchar con los demás para que sus rastreos en torno a lo que palpa y respira pasen desapercibidos confundiéndose con su timidez. El hábito de la escritura es el alimento con el que se sustenta el intelecto viéndose reflejado en lo que ni siquiera sabe que sabía puliendo el bloque de mármol de una idea, excavando en la montaña de piedra de la disputa por la identificación y el reconocimiento de su rostro sobre el esbozo de una acuarela vital llamada página. El papel en blanco y su famoso reto no es más que uno más de los miedos a los que hay que enfrentarse cada día, como quien va al trabajo, con el beneficio de la vocación que se encargará de justificar el intento. De qué escribir, da igual, la cuestión es hacerlo, corregir y cambiar términos de sitio buscando el cariz poético, tachar y suprimir párrafos enteros, alargar razonamientos, interpretar el mundo.


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