miércoles, 13 de septiembre de 2017

Los nombres


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Todo tiene una definición con la que poderlo comprender  e identificarnos en sus luces y sombras y azules y marrones, en sus ocres y grises y opacidades y transparencias; en lo traslúcido y cristalino y oscuro, en lo grumoso y aterciopelado y suave como la noche de Scott Fitzgerald; en lo húmedo y lo seco y lo arrugado, en lo de memoria aprendido y en lo por descuido olvidado; en los recuerdos con los que los aromas someten al tejemaneje de los cinco sentidos centrados al unísono en el olfato; en lo que sin haberlo percibido nos ha salido de carambola, de pura chiripa, de chamba, de churro, por los pelos y en ese plan. Todos tenemos nombre y apellidos y motes y apodos, pseudónimos artísticos y apelativos sobre la macedonia del encubrimiento, sobre las arenas del desierto de las avenidas con semáforos y los quirófanos con resplandores de emergencia. El nombre y los nombres y todas las etiquetas se concretan bajo los cimientos del sonido de unas cuantas sílabas seguidas: géneros, adjetivos, objetos, países, ciudades, continentes, pueblos, arrabales plagados de chabolas, aldeas, islas, regiones, comarcas, condados, artilugios y cachivaches, artículos de lujo y menudencias que a la chita callando nos van perteneciendo hasta convertirnos en súbditos y siervos de su estática hacienda, en esclavos y lacayos y cómplices, en testigos directos del capitalismo de ficción que tan bien describe Vicente Verdú en sus ensayos sobre el tema. Un nombre es un código de barras y un impacto, un sello y un tatuaje, un signo y una señal para toda la vida. Tú te llamarás Viernes, se le dice el indígena al que pertenecen las huellas que  Robinson Crusoe encontró sobre la arena de la playa de una isla que suponía deshabitada. Llamadme Ismael, leemos en uno de los comienzos más impresionistas y personales de la literatura, dice quien se dispone a contarnos Moby Dick. Llámalo equis, decimos para darle aire a nuestro presuntuoso discurso, se ponga el ejemplo que se ponga, lo diga quien lo diga, pase lo que pase, impulsados por las ganas de decir esta boca es mía de una vez por todas. Mi nombre es Bon, James Bon, escuchamos con la imposición de una patente de corso o de una contraseña que salvaguardase de todo peligro de sospecha al agente secreto mejor vestido de la historia del cine. Hay nombres de personajes literarios que acaban formando parte de la familia, adaptándose a las mudanzas y a las largas estancias sobre el mueble en el que se empezó a engendrar nuestra biblioteca, como el de Ignacio Abel en La noche de los tiempos, que  nos predisponen a encauzar la lectura con la intuición de tener delante a una buena persona, a una persona que se ha ganado a pulso lo que es y no se imagina lo que le espera; u otros como el de Lorencito Quesada en Los misterios de Madrid, en la pronunciación del cual se atisba ya la inocencia y el carácter soñador y bonachón de quien vive en su fantasía de reportero. Cogemos un ejemplar de Lolita y sentimos como si Nabokov no se lo hubiera pensado dos veces a la hora de titular así una de las más controvertidas novelas del siglo XX. Solo con leer la palabra Zaratustra adivinamos la severidad y el rigor de quien se dispone a diseminarnos con ecos de profecía las entrañas del pensamiento de un humano, demasiado humano, a base de campanadas que no paran de redoblar con la impronta de la letra mayúscula y en negrita de las mentes solitarias, taciturnas y reflexivas hasta la saciedad. El nombre, la voz, la palabra, el sonido que los emparenta con el significado va quedando en el mapa de nuestra memoria y en las coordenadas de nuestro presente.

2 comentarios:

  1. En la vida real, no sé, pero en la literaria, creo que el nombre marca al personaje.
    - "La importancia de llamarse Ernesto", nos lo recuerda Oscar Wilde.
    - Hay un cuento de García Márquez en el que aparece un ahogado y la gente del pueblo, tras mucho mirar al muerto, supuso que debía llamarse Esteban.
    - Una vez leí una entrevista a un aprendiz de escritor que goza de relativa fama en la que decía que ponerles nombre a los personajes era "fascista".

    En la vida real, creo que el nombre te marca, pero a posteriori.

    Salu2, Clochard.

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    1. Yo también creo que los nombres, no es que condicionen, pero si que en cierta manera marcan algunas cosas. En la literatura parece como si fuesen un código de barras que predispusiesen al lector a ponerle una determinada cara a los personajes, y una indumentaria y unos particulares gestos. Me ha gustado mucho la alusión a García Márquez.

      Salud, Dyhego.

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