domingo, 5 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XVI


Resultado de imagen de salir a flote

En estos días en los que la realidad televisiva se ha convertido en un conjunto de relatos salvajes a la manera de la película argentina, sale uno a la calle y lo encuentra todo envuelto en mansedumbre nerviosa. Pululamos por La Ciudad conscientes de nuestro encuentro con la noticia rebozada de cobardía, con la huida a Bélgica de aquellos que tan alto levantaban los brazos instigando al pueblo a la sinrazón de sus planes, con el atraco a mano armada de las ofertas, con los estímulos a doquier de los escaparates, con los cláxones que no cesan de emitir el bramido mecánico de la impaciencia. Los pasos de cebra son un mapa al amparo de unas luces que casi nunca se respetan. El Centro está cada vez más concurrido de policías, acechando la amenaza, vigilando las entradas de las zonas peatonales, mirando a cada una de las ventanas de los edificios en los que puede que se hospede el siguiente criminal. La novela de la vida está servida en los instantes conjugados por la intervención de nuestros gestos. Los obsevatorios de las casas son el refugio de la mente atiborrada de sensaciones, el oasis en el que ver el espejismo de la bondad en el interior de los libros. El otoño tiene un tono ocre con el que se endulzan las infusiones del paso del tiempo. Hoy me he despertado comunicativo, con ganas de escribir y de hablar con los pocos que me quieren; hoy será un día de esos en los que por mínima que sea la posibilidad todo adquirirá el tono de violín esperanzado, creyente de si mismo, convencido de que hay alternativas a la rutina que nos acoge en el seno de la inercia quieta y anquilosada de las costumbres mezcladas con miedo, con miedos, con cautelas, con temores, con esa cosa que nos hace parecernos a las primeras personas de la resignación. Miro a un lado y encuentro el cuaderno de tapas negras en el que voy dándole rienda suelta al discurso de la mano, a lo que me sale de dentro cuando me paro a explicarme el mundo a lo Thomas de Quincey, cuando el nulle die sine linea resulta de obligado uso lúdico, de compañero, de fiel escudero, de apertura del tragaluz por el que suele entrar la claridad de los juicios con resonancia a querer salir a flote.

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