miércoles, 7 de marzo de 2018

Diario de Marzo LXIX



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Me voy enterando de algo por la radio, sin prestarle mucha atención pero con la inquietud de escuchar voces agradables, locuciones coherentemente explicativas, enunciados de titulares verbalizados con el respeto al conocimiento y a los demás. Las nubes se levantan y la Bolsa baja, el desorden generalizado se disfraza de un aparente orden establecido en base a la ley del mamoneo; en la distancia corta del peloteo y de la vulgaridad los competidores se hacen un hueco a codazos; esto es la monda, lo paupérrimo, lo descerebrado. El cielo gris atenúa sus contrastes con escamas de agua de ida y vuelta. La Ciudad luce un paisaje mojado, toda ella sobre su decorado de amante perpetua, de niña mimada de las buenas miradas, de angelical dama al encuentro con diferentes culturas. Por una especie de maleficio que sobrevolase los entresijos de La Nada durante los últimos días se han averiado la lavadora, fundido un par de bombillas, roto tanto la cremallera de la bolsa de los paseos como la de una rebeca de lana que me acompaña desde tiempos inmemoriales; me he quedado con un grifo en la mano, y con un interruptor, se ha terminado de descoser la funda del edredón, el ratón no va del todo bien y donde tenía la seguridad de encontrar un libro no veo la forma de hacerlo,  y así, en ese plan estoy. Las cosas viven, intentan hacerse un hueco, nos transmiten su lenguaje poco conocido, y nos aguantan lo habido y lo por haber. Menos mal que nos quedan las palabras, y en un fugaz intento somos capaces de hacer sentir bien a quien casi ni se las espera. Las palabras de un mensaje escritas sobre la pantalla de un móvil le hacen a uno pasar la noche con un motivo por el que sentirse fuera de la hoguera de las vanidades.


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