sábado, 10 de marzo de 2018

Diario de Marzo LXXI


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Tiene la tarde un tono gris procedente de un aglutinado e indefinido manto de nubes, y una templanza cargada de humedad que baña a La Ciudad acicalándola con agua, preparándola para la abundancia de ramos y para las lágrimas de cera. La rebeldía de algunos jóvenes, y no tanto, consiste en ir fumando porros por la calle. Recuerdo recién llegado hace más de veinte años a La Ciudad ser habitual oler el perfume del hachís por las calles del Centro, y que fuese frecuente la pipa de la paz entre las pandillas de estudiantes que después del estricto dictamen de sus familias sabían darle respiro a la época que estaban protagonizando; desde entonces no he dejado de pensar que hubo quienes supieron en aquella época tan convulsa e histriónica y falsamente revolucionaria guardar la medida y no dejar de ser hijos del presente que les inundaba y del futuro que proyectaban; siempre tiene que haber alguien que salve una época. Somos un país de alcohólicos, dice un académico; nos gusta mucho el mollate, la priva, el brindis y el trago. Hace años era frecuente que el personal de los oficios desayunara café y copa, y que hubiera lugar para un tiento a media mañana en una escapada dirección a la ferretería; por las tardes, después de comer, se repetía en las cafeterías la secuencia con la excusa del segundo tiempo; por entonces funcionaban muy bien los bares en Azufaifa, cuando los aceituneros celebraban el final de su jornada tomando cervezas la primera de las cuales les suponía la más fiel y merecida recompensa con la que comenzar el breve descanso del guerrero. Puede que por eso a mi me guste tanto celebrar el final de la jornada bebiéndo una cerveza, a ser posible en un bar en el que no me conozca nadie, tomando nota de algún detalle que me haya parecido oportuno apuntar; pero qué es oportuno, todo es susceptible de ser apuntado, todo vale, todo cuenta, todo se relaciona en la indiferencia y en la importancia, en lo sobresaliente y en lo exiguo.


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